«No queda sino batirnos», pregonaba Quevedo a un meditabundo Capitán Alatriste que, con el ceño fruncido, le replicaba con un complejo interrogante: «¿Batirnos contra quién, don Francisco?». Y tras un breve silencio, como si las palabras ciertamente se derramaran en mis oídos, como si verdaderamente servidor hubiera vivido en aquel siglo que fue, dicen, de Oro, y hubiera echado la tarde en aquella plaza, taberna o mentidero, el que fue y sigue siendo autor del mayor soneto de amor que se ha escrito en la lengua de Cervantes respondió dentro de la novela de Pérez Reverte: «Contra la estupidez, la maldad, la superstición, la envidia y la ignorancia. Que es como decir contra España, y contra todo». Y así se siente uno, en definitiva, cuando la huelga es la única baza posible que nos queda para defender los derechos perdidos de los siervos que se dignan a serlo de ese valor superior del ordenamiento, tan invocado y tan deslucido al mismo tiempo, como es la Justicia. ¿Y para qué sirve la huelga? ¿Merece la pena? La huelga, ante todo, y entre otras cosas, también tiene su épica. A pesar de ser un mecanismo menospreciado y desvencijado por mercadeos históricos que a muchos deberían de hacer bajar la cabeza de pura vergüenza, la huelga, como puñetazo en la mesa, no sólo es lícito articularla cuando los intereses en contrario se beben tus derechos laborales, sino que es, además, indiscutiblemente necesaria. No hay nada más triste que no secundarla bajo el alegato de su ineficacia. Esa opción viene a ser como una entrega de dignidad en bandeja. Y ello porque, a fin de cuentas, la ficticia paz social que genera la omisión en la lucha contra lo nuestro ya es la mayor derrota. La Administración de Justicia, dejando aparte a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, es sin duda la Administración más jerarquizada que existe en nuestro ordenamiento jurídico. Y por ende, también la más segregada. A los jueces, a los letrados y al resto de funcionarios que servimos a la misma nos separa un abismo en cuanto a nuestros derechos y en cuanto a nuestras pretensiones. Pero no se engañen. En la huelga convocada para el pasado día dieciséis de noviembre, los funcionarios no reclamábamos mejoras sino la restitución de los derechos perdidos al compás de los continuos recortes que, como un vicio viejo, se siguen cociendo contra nosotros en las calderas del Poder Legislativo. Y es así, vendiéndonos la moto bajo la falsa dádiva de un puñado de días de asuntos particulares (y digo falsa porque una cosa es dar y otra devolver) como se introduce, con letra pequeña, una fórmula que articula de manera arbitraria un mecanismo de movilidad a lo largo y ancho de todo el municipio para estos siervos de lo público. Movilidad de los puestos que legítimamente poseemos con fundamento en criterios tan sumamente objetivos como el mérito, la capacidad, la solicitud voluntaria, la antigüedad o el escalafón. Ésa y no otra es la fatídica consecuencia práctica que se deriva del tan discutido artículo 521 de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Pero claro, entre la disgregación de clases que existe entre los mandos y la soldadesca, entre la poca empatía que socialmente provoca la clase funcionarial a la ciudadanía, entre la anchura de espaldas y la permisividad que nosotros mismos hemos llegado a consentir frente a los atropellos injustificados que desde los gobiernos de turno se han disfrazado de recorte necesario, hemos hecho creer a los dirigentes y a nosotros mismos que, contra esas tropelías, no hay nada que hacer más allá de la queja entre pasillos y la fruncida de ceño. Porque claro: «la huelga no sirve de nada». Contra semejante atropello, claro y diáfano como el amanecer, lo que sí es verdad que no sirve de nada es la sumisión y la aceptación a desgana. La huelga es una espada vieja, pero sigue siendo una espada. Es necesario desenvainarla y secundarla. Faltaría más. Como también es imprescindible la concienciación social frente al problema y la difusión a través de los medios. La acción sindical de nada sirve sin el apoyo de quienes la representan desde las bases. Pero es que, además, sepan que nuestra causa es justa. No vamos pidiendo el oro y el moro. En según qué cosas, nos basta un simple «virgencita, que me quede como estoy».