A la entrada del parque por el que suelo caminar hay un árbol que recibe a los visitantes con expresión de espanto. Se trata de un tilo enorme cuyas formas evocan el rostro de una persona con una gran melena. A veces, tras sobrepasarlo, lo observo a escondidas desde un ángulo al que no alcanzan sus ojos y tengo la impresión de que no se acostumbra a la presencia de esos seres vivos (nosotros) que se desplazan sobre dos especies de ramas. La movilidad, desde el punto de vista de un árbol, debe de parecer atroz. Ahí vienen otra vez, pienso que se dirá cada mañana, esos vegetaloides sin raíces, sin puntos de sujeción, obligados a ir de acá para allá en busca del sustento. Ser árbol tiene muchísimas ventajas, entre ellas la de no viajar. Una vez que a uno le crecen las piernas, no le queda otra que utilizarlas para llegar cada día más lejos del mismo modo que las raíces de las plantas intentan llegar cada día más adentro. Los animales crecemos a lo ancho; los árboles, hacia lo hondo.

Hay gente que se muere en la misma cama en la que ha nacido, lo que resulta muy tranquilizador, pues implica no haber salido del pueblo. No haber cruzado el Misisipi. Llamamos 'echar raíces' a elegir, para acabar nuestros días, un lugar con frecuencia imaginario. Una casa cerca de la playa, pongamos por caso, con una chimenea, un buen sofá y una gran selección de novelas tipo Anna Karenina. Me vienen inevitablemente a la memoria aquellos versos de Jaime Gil de Biedma: «En un viejo país ineficiente, / algo así como España entre dos guerras / civiles, en un pueblo junto al mar, / poseer una casa y poca hacienda / y memoria ninguna€». Se titulaba De vita beata y era en cierto modo un canto a la inmovilidad, una oda a las raíces. Los árboles no hacen guerras civiles, o las llevan a cabo por debajo de la tierra, quitándole las sustancias minerales diluidas en el agua de la lluvia a los de al lado. Guerras civiles subterráneas por una razón justa: el alimento.

Me he sentado en un banco del parque a observar el tilo espantado, más espantado hoy que nunca porque el viento, al agitar sus ramas, multiplica el horror. ¿Y ser un tubérculo?, pienso ahora. Los tubérculos deben de pasarse el día escuchando nuestros pasos, preguntándose quién anda por ahí arriba.