Inmersos en la vorágine de la campaña electoral andaluza: debates tras controversias, polémicas y porfías; entre tanta reiteración, me aparece de nuevo el extraordinario y conmovedor Miguel Delibes con su magnífico retrato de un poblado castellano enmarcado en su novela Las ratas, en la cual plasma de forma magistral la vida rural de una gente pobre y simple signada por el refranero de las estaciones y el santoral.

El autor centra la historia en la percepción de este entorno a través de la mirada de un niño de once años, Nini, quien se dedica junto a su padre -el Tío Ratero- a la caza y venta de ratas, resultando sugerente la figura de un chico transmitiendo conocimientos a los mayores. Es aquí donde se personaliza la penuria tangible de un pueblo provocada por la indigencia cultural de sus moradores. Delibes nos muestra a unos personajes toscos condenados a una perenne incultura. Grave desventura la ignorancia. Estos roedores son animales territoriales que habitan en colonias - en Málaga están avecindados en muchas de ellas: Campanillas, Santa Rosalía, Bailén-Miraflores...-. Las ratas crean madrigueras subterráneas y a medida que crece su población se expanden y conectan con otros escondrijos, creando una compleja red de túneles.

Será a causa de ese dinamismo por lo que la concejala del Área de Movilidad del Ayuntamiento advierte de que las ratas tienen su función en la convivencia con los malagueños. Estos nocivos animales, además de provocar graves daños estructurales y eléctricos en los edificios afectados, tienen el cometido de constituir una línea de transmisión de enfermedades como la rabia, el cólera, la peste, la hepatitis o la salmonelosis. Como me recuerda Günter Grass: «En esta gran casa, desde las ratas que conocen los desagües€, vivo y sospecho muchas cosas». Seamos congruentes.