El portazo del juez Marchena es un gesto de dignidad en medio de deshonra institucional. En su carta de renuncia, sostiene que jamás fue un instrumento al servicio de una opción política. Lo ha demostrado negándose a participar en el chanchullo bipartidista consentido por el Partido Popular, que un expoli largón destapó cuando casi todos sospechábamos qué tipo de servicios presta una justicia politizada. Cosidó fue tan necio que se jactó de ello en un chat: controlar al Supremo. Pero no contaba con la conducta casi heroica, teniendo en cuenta lo que hay, de Marchena, que es curioso va a ser recusado por los dirigentes independentistas catalanes por lo que justamente no es: un juez intervenido al servicio del PP. El compromiso con el Estado lo ejemplifican en estos momentos dos magistrados: el que con su renuncia ha señalado la injerencia de los partidos (PSOE, PP y Podemos) en el poder judicial y Llarena, el instructor de la causa contra el procés, al que pretenden intimidar asaltando su casa. Dos cotorras orgánicas se lamentaban esta mañana de la ruptura por parte de Casado del acuerdo sobre el Poder Judicial. De lo que hay que lamentarse, sin embargo, es de que existan este tipo de acuerdos. La renuncia digna de Marchena ha servido para devolver prestigio a los que tienen que impartir justicia en este país, tras el desbarajuste hipotecario. Y para que el PP rectifique a la fuerza, se sitúe del lado del regeneracionismo y pida, al igual que Rivera, que sean los propios jueces los que elijan a la mayoría de miembros del CGPJ, como sucede en otros países democráticos y exige la Unión Europea.