El próximo viernes 30 de noviembre se encienden las luces de Navidad en Málaga. Además de contar con el beneplácito de la ciudadanía malagueña, que acude a la calle Larios (epicentro del festín lumínico) para disfrutar del espectáculo combinado de luces y música, parece ser que se ha convertido en un reclamo turístico excelente, que apuntala la oferta de ocio invernal -a falta de playa, inventamos un mar de luces- para quienes nos visitan. Es, desde luego, sorprendente pasar a última hora de la tarde por la calle más emblemática de nuestra ciudad y contemplar no la bóveda con miles de bombillas, sino el inmenso gentío que espera ilusionado el momento en que cada día se encienden los circuitos y se inicia la música. Cientos, miles de personas que, móvil en mano, participan de una celebración colectiva para todas las edades y nacionalidades.

No estoy en contra (la verdad sea dicha, tampoco a favor) de este despliegue de luz, color y sonido y tengo clarísimo que es algo que gusta y que en tiempos tan globales e instantáneos como los que vivimos es lo que seguramente hay que hacer. Me limito a recordar con nostalgia la iluminación navideña de hace unos años, que alegraba la vista sin aturdirla y acompañaba sin querer ser protagonista; una especie de románico eléctrico, de figuras simples compuestas por bombillazas y alambre, con un escueto «Feliz Navidad».Un subrayado de luz para uno de los meses con menos horas de sol y que, por supuesto, se montaba en diciembre, no en el último día de noviembre.

También recuerdo cómo empezaba este mes, con el Día de Todos los Santos, ahora rescoldo que se va apagando y sustituido por el bullicio carnavalesco (pero ¿eso no es en febrero?) de Halloween. En muchas casas ya no arden mariposas de la marca San Juan Bosco, que en mi barrio vendía David en su colmado infinito; de ellas siempre me alucinó que la parte que protegía la velita estaba hecha con trocitos circulares de naipes reciclados, lo que daba como resultado un curioso encuentro entre lo sagrado y lo canalla. Imagino que tampoco se toman castañas asadas o tostadas, huesos de santo y anís; celebramos la muerte como si fuera un personaje literario y olvidamos traer a nuestra memoria a quienes no están y siguen en nuestro corazón, cada vez más deslumbrados por las luces y las prisas.

Porque noviembre, antaño mes oscuro y deprimente, de días mojados y tristes, envuelto en niebla y resfriados, ahora empieza con una fiesta de sustos y chuches y culmina con la iluminación navideña. Y si faltaba algo, nos hemos traído también las compras navideñas a este mes soso y austero y así tenemos el Black Friday omnipresente en escaparates, anuncios de radio y televisión, prensa y cualquier soporte al que dirijamos nuestra mirada. Sin entrar en que la inmensa mayoría de las ofertas de este día -bueno, en realidad es una semana interminable- son insulsas o engañosas, la necesidad de multiplicar el consumo puede ser algo conveniente para las empresas, que así eliminan stock y vacían almacenes antes de las fiestas que se avecinan, pero creo que tanto sobreestímulo, tantísima hiperpercepción de la alegría y el buen rollo en un mes tradicionalmente destinado a estar de bajona es contraproducente. Noviembre era un tránsito melancólico hacia las navidades, a hacernos conscientes de que la vida es un compendio de muchas cosas y de que también es necesario que la tristeza tenga su hueco, porque si no sale, se nos va a quedar dentro.

Sé que os vais, sombras de noviembre: el mundo ya no tiene interés en escucharos, en estremecerse ante esa parte de la verdad que contáis. El silencio no se ilumina, la quietud no se vende, con lo cual no tienen sentido en esta pantalla descomunal en la que se está convirtiendo nuestra existencia. Desde estas líneas, brindo por vosotras, seres de lágrimas y penas, por esos días de hojas caídas y suelo embarrado que antes os pertenecían y ahora son el reino feliz de esa empresa que bate récords de ventas en el Black Friday y cuyo logo -paradojas que tienen las cosas- es una sonrisa.

Adiós, sombras de noviembre. Espero que esta despedida sea la promesa de un reencuentro. Porque nunca se sabe cuándo nos vais a hacer falta.