Siempre nos impresionan las gestas de la inteligencia humana en una de sus manifestaciones más prodigiosas: la traducción perfecta a otros idiomas de un complejo texto literario, y su instalación en un universo paralelo. La decana de los grandes traductores británicos, Anthea Bell, nos dejó el 18 de octubre, mañana hará un mes. Tenía 82 años. En diciembre de 2017, su hijo, Oliver Kamm, nos anunció en su columna del Times de Londres que su madre llevaba un año ingresada en una residencia. Su prodigiosa mente ya no estaba con ella. Se había marchado. «Her great mind has now departed». En su última visita ella no lo había reconocido.

Desde muy joven he sido un ávido beneficiario de los innumerables dones y los vitales misterios de las grandes traducciones. Las llaves que nos abren el santuario de tantos tesoros. Siempre me he sentido muy cercano a las personas que las hacen milagrosamente posibles. Las que poseen en grado excelso esa facultad que en inglés llamamos el 'lateral thinking', el pensamiento lateral.

Uno de los grandes debates del mundo mágico de las traducciones de la gran literatura es el que se centra en esta pregunta: ¿Debe el traductor ser visible o invisible? Anthea Bell siempre quiso ser como el cristal. Aunque cuentan que cuando trabajaba en su casita de Cambridge, lo hacía en su escritorio, desde el que divisaba su jardín a través de la ventana. La mitad de ésta estaba protegida por un cristal reciente, perfecto e invisible. La otra era un cristal ya antiguo, con pequeñas imperfecciones. Ésta era su mitad favorita.

Anthea Bell había sido alumna del oxfordiano y femenino Somerville College. Uno de los grandes. Aprendió el francés, el alemán y también - y en muy poco tiempo - un minoritario y algo gutural idioma escandinavo: el danés. Siempre me atrajo esa aparente excentricidad de ella. Quizás por haber sido el danés un idioma hermano del sueco. Más musical el sueco y tan cerca del danés como el español lo es del portugués. Fue el sueco uno de los primeros idiomas que tuve el privilegio de poder aprender. Y por lo tanto fue en la cultura escandinava una de mis inmersiones en la otreidad, siempre salutíferas.

El impresionante y extenso legado de las mágicas traducciones al inglés de Anthea Bell nos ha dejado joyas como el Austerlitz del maestro alemán, el gran W.G. Sebald, o las novelas de Stefan Zweig. O Kafka, en cuya obra descubre siempre Anthea Bell casi imperceptibles rasgos de humor. Y Freud. Y La princesa y el capitán de Anne-Laure Bondoux. Y El pianista de Wladyslaw Szpilman, traducido, por expreso deseo del autor de la versión alemana de su libro.

Los expertos coinciden en que fue en sus traducciones de la literatura infantil en la que el genio de Anthea Bell voló más alto. Sus textos ingleses para los 'comics' de Astérix lograron lo aparentemente imposible. Conservar intactos, en un idioma siempre ligeramente ácido como el inglés, los cálidos tesoros y los sabores de una ingenua 'francophonie', en estado de perenne gracia. En ellos Anthea Bell logra ser totalmente invisible. Y eso roza lo milagroso. Porque al mismo tiempo ella siempre está presente. Para el autor de Astérix, René Goscinny, fue siempre una ocupación fascinante el seguir las huellas aparentemente invisibles de los pasos de la traductora británica de su obra.

Creo que debo mencionar que me llegó la noticia del fallecimiento de Anthea Bell mientras leía con deleite y la preceptiva lentitud Sur, la extraordinaria última novela del gran Antonio Soler. Recuerdo la espléndida traducción al francés de Françoise Rosset de Las bailarinas muertas, la tercera novela del maestro malagueño. Fue editada en 2001 por Albin Michel dentro de Les Grandes Traductions. Pues es en Les Danseuses mortes en la que Françoise Rosset, su traductora, fue capaz de llevar a una comunidad de lectores privilegiados en muchos sentidos, los de habla francesa, un libro imprescindible. Llegado desde los confines meridionales de una Europa siempre portentosa.