Hace un año se echaron a volar. Libres, ligeras, frágiles a la que vez fuertes con sus alas blancas. Hechas de papel por las manos de mujeres supervivientes que plegaron su miedo, su dolor y su esperanza en siete movimientos sobre un cuadrado para que su papiroflexia dibujase en el aire un Nunca Más en vuelo alto. En Japón la mariposa es el emblema de la mujer, y también el símbolo de la resurrección. Pero no fue de esta cultura de la que nacieron las mariposas que desde hace años, cada 25 de noviembre, representan el corazón de las mujeres escapando del laberinto donde son cautivas de los gritos y de los golpes, de la humillación y del terror. No siempre los ojos intuyen el destino de un beso posesivo, de un susurro que fuerza, de un abrazo que encadena. Son extrañas las ficciones del amor con las que alguna vez nos engañamos, sin querer ver lo que los otros nos descubren en la mirada, en los gestos, en la piel, en el silencio donde escondernos. De todo ello se liberan las mariposas que representan la revolución de la mujer contra la violencia de género, y que unas veces se lanzan al cielo público desde las ventanas del Centro de Recuperación Integral de víctimas de Valencia; otras se cuelgan en aulas de las escuelas en combate contra los estereotipos, y también el año pasado en un muro al descampado en Ponferrada donde el artista Asier Vera realizó un grafiti de 18 metros de alto por 7 de largo con una peregrina flanqueada por la vieira jacobea y una señal de stop, sobre un fondo de montaña en el que revolotean dos mariposas, en memoria de Denise Pikka Thiem, la estadounidense asesinada en abril de 205 mientras realizaba el Camino de Santiago. Sobre la belleza plástica la frase «Sin cambio no hay mariposas» de la poeta Maya Angelou, reivindicando el imprescindible cambio de mentalidad para erradicar una patología social que no cesa de cobrarse vidas de mujeres. Náufragas con la luz boca bajo por haber tomado la palabra contra los malos tratos de sus parejas, o haber pensando que se trataban de tormentas pasajeras seguidas de un nunca más, sin cumplirse de adverbio ni de manos. Por esto eran negras las mariposas colocadas el viernes en un panel del zaguán del Ayuntamiento de Alcoy en recuerdo de 44 mujeres asesinadas.

No sé sabe cuando empezó. Siempre ha sido la mujer una isla, la fruta, el fuego encendido. Territorio, sabor y hogar ansiado por el deseo del hombre, en ocasiones de envés hostil. También por el hábito de precipitar el corazón entre las promesas y la pasión que se tornan alambradas, pozos y esposas cuando el difícil equilibrio de la felicidad en convivencia lo tambalea la rutina y el viejo veneno de los celos. No llueve en ese desierto del amor en el que las mujeres siempre han tenido precarios derechos desde la Roma clásica, cuyas leyes las condenaban a deber obediencia y sumisión al padre y al marido. Una pionera fue Francisca de Pedraza que en 1620 denunció ante el canónigo de Alcalá a su esposo, alegando malos tratos y humillaciones confirmadas por testigos. Diez años más tuvo que insistir hasta que la Justicia dictaminó a favor de su divorcio, que Jerónimo Jaras devolviera la dote entregada en matrimonio y se concediese una precursora orden de alejamiento para que no la inquietara. No tuvieron la misma suerte las hermanas Minerva, Patria y María Teresa Mirabal, activistas políticas bajo el nombre de Las Mariposas contra la dictadura de Trujillo, encontradas el 25 de noviembre de 1960 dentro de un jeep en la costa de República Dominicana. Con un accidente simulado se trató de ocultar que las habían apaleado y ahorcado.

Cuánto tiempo de lucha por la igualdad y de ayudar a las mujeres -adultas y jóvenes, el 11% de las víctimas menores de 18 años en este año- que se atreven a jugarse su integridad y la de sus hijos denunciando. A las que callan medio vivas y ausentes, medio muertas y en carne viva, vigilando los gestos de su marido para que nos la coja su violencia por sorpresa, o negándose a sí mismas la luz de gas psicológica que disminuye su autoestima y las aísla de afectos; el pie chico que pasa del cortejo del amor a la danza de la muerte. Mujeres con el corazón descalzo, sin saber cómo abrirse camino entre la niebla del miedo, que siempre es el cómplice perfecto de quien las maltrata. Tampoco los hombres hemos hecho realmente mucho por escuchar el desgarro de su grito, por entender la migraña de su dolor y dar credibilidad a su calvario. Una ceguera igualmente ciudadana desde que hace un siglo Janna Hanmer se preguntase, en la revista Questions Feministes, por qué no se elaboraban estadísticas sobre la incidencia de la violencia contra la mujer en el seno de la familia. La respuesta fue que se consideraba un problema particular y no un hecho social. Continúa vigente en parte esa visión según el estudio sobre violencia de género de la Universidad de Comillas, que destaca que alrededor de un 20% de mujeres mayores de 60 años considera que el maltrato de pareja debe solucionarse en casa, y que un 15% piensa que son situaciones pasajeras. Esa misma edad tenía Ana Orantes cuando denunció públicamente a su marido en Canal Sur, después de años de sufrimiento, y tres días más tarde él la asesinó. Desde ese 1997 no hemos dejado de sumar números rojos: 657 en los últimos diez años, 54 por mes, una a la semana. Entre 2013 y 2017 sus muertes nos han dejado más de 160 menores huérfanos y traumatizados. Algo estamos haciendo mal. A pesar de la protección policial y de la labor de las instituciones tres de cada cuatro mujeres no denuncian el retrato robot de su maltrato: su prohibición de hablar con otras personas, especialmente si son hombres, y de salir libremente. Todas coinciden en que han padecido manipulaciones afectivas y sexo forzado, que han sido avergonzadas delante de otras personas, recibido un bofetón y amenazadas de pronóstico reservado.

Da igual la edad, la clase social y su nacionalidad. Ni siquiera la literatura -Algún amor que no mate de Dulce Chacón (1996), La segunda mujer de Luisa Castro (2006) o Los hombres que no amaban a las mujeres de Larsson (2008)- ni el cine -Thelma y Louise (1991), Ladybird, Ladybird (1994), Solas (1999) o Te doy mis ojos (2003)- nos han concienciado mayoritariamente. Y mucho menos a los jóvenes entregados sin reflexión alguna al reggaetón y el trap latino de Cuatro babys de Maluma, Contra la pared de Jiggy Drama o Agárrala de Trébol Clan entre otras muchas con letras cargadas de agresiva sexualidad y dominación emocional. La violencia se cuela como el aire por cualquier rendija; erosiona como el agua hace con las piedras y a través del éxito de programas de telerrealidad favorecen actitudes sexistas y comentarios denigrantes hacia la mujer. No ayuda ejemplarmente la Justicia con sentencias, como la emitida esta semana por el mismo Tribunal que juzgó a La Manada, condenando a un hombre a diez meses de prisión por «maltrato ocasional» tras acuchillas e intentar asfixiar a su mujer delante de sus hijos, porque «la liberó de forma voluntaria y libre2. Igualmente la política fracasa en campañas de concienciación, aunque sean excelentes como la de No mires a otro lado en 360º del Ministerio de Interior. A los maltratadores no les sacude su sensibilidad, no la tienen. Mejor serviría reforzar con más recursos en seguridad a la policía y a las amenazadas.

La voracidad de la violencia machista es insaciable. Sus tentáculos se extienden en forma de acoso y abuso en el trabajo. A diario retumba en eco contra las paredes de la sociedad la frase de Hillary Clinton en 1995 durante el Congreso Mundial de la ONU en Pekín: «Los derechos de las mujeres son derechos humanos». Desfallecer no sirve. Sigamos enseñando desde la infancia a tejer la pareja como iguales, con deberes de respeto, igualdad y solidaridad. La esperanza es poder. Poder es conseguirlo. De ese modo, quizás un domingo, un lunes, otro 25 de noviembre, será normal que las mariposas se posen libres en el árbol de la vida.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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