Como a la presidenta del Congreso le parece que llamarla institutriz es ofensa machista, la llamaremos maestra, que la ofenderá con menos regusto clasista. La llamaremos maestra de las de palmeta y catón, porque esa es la imagen que evocan sus avinagradas imposiciones de silencio y expulsiones. O, si la ofende menos, la llamaremos maestro, que aunque no vaya con su nombre, calza su apellido como un guante. O, qué coño, si gusta de la elusión formal del género incluso la llamaremos mestre, palabra arcaica pero menos que su concepto del debate en democracia. Se diría que a la mestre del Congreso la condición silente le parece el estado natural de sus señorías. Lo cual casa bien con el apelativo de templo de la democracia que los petardos, y las petardas, aplican al Parlamento. Pero casa muy mal con la idea de ágora legada por los antiguos y con las imágenes que llegan cada día de ágoras tan acrisoladas como la cámara de los Comunes. La mestre presidenta tiene fama de haber sido estudiante muy aplicada de Medicina y Cirugía en Salamanca, pero tiene la piel muy fina, el verbo muy torpe y el alma muy poco viajada para ser rectora ágil de tormentas políticas. Tal vez porque lo que natura no da Salamanca, ya se sabe, no lo presta. Bajo el arbitrio de la mestre, Diógenes habría sido castigado por sacarle a Platón un pollo desplumado en la Academia, Kruschev habría sido expulsado de la ONU por golpear con el zapato su pupitre y Arafat nunca se habría subido a esa tribuna con la pistola al cinto. Bajo su arbitrio, pues, la Historia habría perdido algunas de sus imágenes más elocuentes, igual que el diario de sesiones del Congreso, en vil estafa a las generaciones futuras y a sus historiadores, pierde las palabras que a la mestre no le gustan. Bajo el arbitrio, en fin, de esta mestre enterradora de la palabra y el gesto el Congreso se vuelve cada día menos templo del debate y más tumba coronada por losas de silencio. Y eso, al final, se paga en la calle.