Me lo enseñó mi mujer. Ella le hizo una foto nada más topárselo. Allí estaba él, junto a los contenedores de basura que desaliñan el punto más alto del Camino de los Almendrales. Echándose a morir y apoyando la espalda sobre el contendor de vidrio, era la viva imagen del desamparo: grandote, empapado y triste. Y si resulta chocante sentir que un juguete, en mitad de su abandono, rezuma tristeza, más aún éste: por su expresión y por su estado. En aquel oso gigantón de peluche, blanco y azul, no se veía el paso de los años ni las cicatrices impartidas por el inevitable desgaste infantil provocado por sus infantes propietarios. Si eso hubiera sido así, el semblante del oso, incluso en los contenedores de basura, mostraría el gesto de satisfacción que ocasiona haber cumplido la misión para la cual uno ha sido hecho y fabricado. Pero éste no era el caso. Ya ven. La semana pasada, junto a las derramas de basura, un oso de juguete gigante, totalmente nuevo, fue arrojado injustamente a la intemperie, a su suerte, quedando a merced de la lluvia, la calle y las inclemencias; quedando a la espera de que LIMASA le diera su último destino. La foto, como les digo y repito, era la viva estampa del fracaso y del desaliento. Aquel oso solitario, en una clara expresión de tristeza que reflejaba el desprendimiento de toda esperanza, parecía derramar lágrimas de pura pena por haber sido desahuciado sin, como les digo, haber tenido la oportunidad de cumplir con su cometido. Aquella criatura inerte se sentía claramente hundida por no poder cumplir con el fin para el que había sido creada: aportar juego, alegría y entretenimiento a los niños. Y claro, teniendo frente a mis ojos aquella fotografía del oso, testigo claro e indiscutible del infortunio que les narro, yo, «que soy pino joven, llorona, al verlo llorar, lloraba». La estampa de la indolencia y del consumismo más exacerbado no la representan las masas que inundan los centros comerciales al amparo de los luminosos de Navidad. Ni tampoco el ya consabido Black Friday que, a pesar de llevar un cuarto de hora entre nosotros, parece arraigar en los corazones y en los bolsillos de la ciudadanía como algo de toda la vida de Dios, como si procediera de la más profunda tradición de nuestros ancestros. Aquí nos bebemos todo, ya saben ustedes. Pero a lo que iba, ni siquiera las imágenes comerciales de ese consumismo hambriento sobrepasan la iconografía de un peluche nuevo que se tira sin más a la orilla de unos contenedores. Como un capricho del momento, como metáfora de unos padres que maleducan en el espíritu del gusto por lo inmediato y de la dictadura de algún infante que se crece en un despotismo desnaturalizado que no alcanza a comprender el verdadero valor de las cosas. Un oso impecable que se arrambla a las bravas, sin reciclar, sin filtrarlo quizá por CUDECA o por otra entidad que lo hiciera llegar a modo de donación a familias o niños que no puedan permitírselo. Y es que el oso, al fin y al cabo, seamos sinceros, fieltro y espumillón de relleno, no me importa una higa. Pero lo que sí que me importa es lo que ese oso y su abandono vienen a representar: Una sociedad que se deja vencer por el gusto de paladear lo inmediato y, seguidamente, pasar a otra cosa. Qué nos quedará por ver. Probablemente, conforme se vayan acercando las fiestas de Navidad y el frío, aparezcan muchos más osos, primos hermanos o parientes lejanos, quizá, de éste que hoy les referencio. Me cuenta mi mujer que, al final de la mañana, cuando volvió con la intención de recogerlo, el oso ya no estaba. Queda pues, quizá, un retazo de esperanza. Un pensamiento que invita a imaginar que, posiblemente, ese oso haya sido recogido, lavado y vuelto a colocar en una habitación infantil mucho más generosa y decente. Quiero pensar, quizá por mi comodidad, que, al final, ese oso tuvo suerte, una segunda oportunidad. Pero qué será de otros tantos osos, familias enteras de ellos, que, de carne y hueso, aunque igualmente invisibles, seguirán buscando durante este invierno todo tipo de amparo, abrigo y sustento entre los contenedores.