La miseria, la profunda miseria oportunista de los dirigentes del PP y (muy lamentablemente) de Ciudadanos puede rastrearse en sus referencias a Vox. La primera, la de Pablo Casado, después de la exhibición de capacidad de convocatoria de Vox en Vistalegre. «Tenemos muchas ideas en común», dijo el nieto bien amado de José María Aznar. La de Ciudadanos es más reciente y desopilante: se niega a etiquetar ideológicamente a los voxistas. Uno no se imagina a Macron reconociendo que comparte muchas ideacas buenas, buenas con Marine Le Pen o a Ángela Merkel negándose a afearle la conducta a los neonazis. Pero es que tanto el Partido Popular como Ciudadanos son artilugios políticos frágiles o fragilizados. El PP vive como una amenaza existencial ser desplazado como primera alternativa al PSOE; Ciudadanos sabe que necesita crecer y tocar poder cuanto antes precisamente para seguir creciendo hasta llevar a los conservadores, a medio plazo, a la marginalidad. Macron preside un país que fue ocupado, roto y pisoteado por los nazis: la cuna de la primera gran revolución continental y del ideario de la Ilustración; Merkel una Alemania unificada que purgó el nacionalsocialismo con una derrota devastadora para construir una democracia razonable. Aquí los conservadores y los liberales no condenan a los nostálgicos de la dictadura franquista o a los que creen imprescindible un nuevo autoritarismo que corrija los excesos democratizadores: los disculpan, los escuchan, los entienden, los cortejan. Cualquier indignidad para que Santiago Abascal no se meta en los bolsillos entre 700.000 y 800.000 votos en las próximas elecciones generales.

Vox no representa una fuerza demasiado equiparable a los nacionalpopulismos que medran en Europa y que en algunos países gobiernan o cogobiernan (Austria, Polonia, Hungría) desde hace años. Vox no es la Liga Norte, ni el Frente Nacional, ni la Alianza de Jóvenes Demócratas (y su posterior evolución) de Víctor Orbán. Si uno lee su escueto programa y escucha charlotear a los abascales se encontrará con una suerte de Fuerza Nueva ligeramente modernizada, nominalmente desfranquistada, indignada por la corrupción, la partidización de las instituciones públicas y los nacionalismos e independentismos de la periferia. Una ultraderecha -como siempre en España- fea, católica y sentimental, anclada en el imaginario tardofranquista. No digo que no le pueda interesar a Steve Bannon, pero intuyo que se le antojaría algo muy viejuno. Tapiz de macramé ultra para el sofá de la familia. Ningún discurso contra las élites financieras, ninguna apelación a la libertad individual, ninguna reflexión polisilábica sobre el proceso de globalización económica. Cierto que se demoniza a los inmigrantes (sobre todo al moro, para el que todo lo que sea menos que Roberto Alcázar es insuficiente) y que se habla de exigir -todo son exigencias en esta gente- una severa reformulación de los tratados de la Unión Europea. Pero es fascismo español más o menos tradicional en el formato de derecha reaccionaria y carpetovetónica. Durante décadas la experiencia de la dictadura franquista -fundada sobre una guerra civil y una represión criminal- y luego la consolidación de una derecha inclusiva -fundada por Fraga Iribarne y modernizada por Aznar- donde cabían liberales, democristianos, conservadores y simpatizantes franquistas como categorías a veces superpuestas impidió que cuajara una extrema derecha en España. Hoy ya no es así.

Los votos de Vox no son; no serán votos enraizados en el malestar económico, el desempleo, la precariedad, los salarios hambrones. Son votos de cabreo y resentimiento, de deslegitimación institucional, de malestar social, cultural, identitario. Ayer el Congreso de Diputados estalló en una bronca estúpida e intrauterina. El diputado payaso se dedicó a payasear, un ministro lo fulminó con una frase, otro diputado escupió o hizo ademán de escupir al ministro mientras abandonaba el salón de plenos. Se gritaban fascistas los unos a los otros, que es lo que ocurre cuando el fascismo, ausente de la asamblea, está a punto de crecer en las urnas y en las calles.