No queda tan lejos aquel comienzo de la Navidad con el encendido de las calles, la colocación del árbol y la instalación del Belén en nuestras casas el día 8 de diciembre, celebración de la Inmaculada. La chiquillería entusiasmada alborozaba las moradas; la prole se reunía en torno a las abuelas para hacer borrachuelos; se hacía en familia la gran compra del año de productos singulares y las sonrisas dibujaban las paredes. El enigmático espíritu navideño se expandía por todos los rincones de esta ciudad, Málaga, que no hace tanto tiempo, entre ilusiones ilusorias, compartía por estas fechas su anual reencuentro con un optimismo transitorio pero necesario.

Todo ello me evoca a la novela de Washington Irving Vieja Navidad, la cual recupera la esencia de este período repleto de tradiciones en una clara llamada general a la felicidad, a alentar la ternura típica de estas datas; es, como destaca el autor estadounidense en esta obra, «la estación de los sentimientos regenerados: la ocasión para prender, no solo el fuego de la hospitalidad en el hogar, también la afectuosa llama de caridad en el corazón». Como han mantenido los versados, Irving inventó el concepto de «nostalgia navideña», de gustosa emoción, para restaurar la armonía social en un orbe tan inconstante. Todo ello se somete al cambio para incitar al dispendio.

El adelanto de la iluminación y adornos navideños en los comercios en las jornadas postreras al Día de los Fieles Difuntos; la inauguración de las luces el próximo viernes, en la que se revelará el nuevo espectáculo de alumbrado y música en la calle Larios, para animar al consumo, nos transporta a una Nueva Navidad. Es el pago de ser un destino de moda en Europa. Todo un dilema: detestamos el cambio y lo anhelamos al mismo tiempo; lo que se desea es que la Navidad se mantenga igual pero ennoblecida.