Seguro que también les ha pasado. Estar viendo un vídeo por internet, uno de esos que captan toda su atención, que les remueve de su asiento, despierta algo en su interior y, en un instante, cuando alcanza el punto álgido, salta un anuncio impertinente, innecesario, que borra la magia y les desconecta de la experiencia. No sé qué piensan los anunciantes sobre su técnica de ventas: para asegurarme su fidelidad voy a fastidiarle una buena ocasión, éxito asegurado.

A mí me cabrea, y mucho. Les odio desde ese momento con toda mi alma y me juramento que jamás compraré nada de esa marca hasta que se me olvide el berrinche. Lo mismo me ocurre con las películas. Recuerdo una de finales de los noventa, sobrecogedora, sobre un pequeño pueblo de EEUU atacado por infinidad de arácnidos. Estas cosas siempre ocurren en lugares como Greendale, Milwaukee, o en Oak Valley, Texas. Las arañas eran grandes, pequeñas, peludas, venenosas, silenciosas, saltarinas, gordas, carnívoras, solitarias, asesinas, de todo tipo y condición. Hay un momento en que la cámara hace travelling tras una arañita tan diminuta como mortífera. La sigue por un pasillo penumbroso, en plena noche silenciosa, hasta que se esconde acechante en la placentera comodidad de una zapatilla de felpa. Acto seguido, el anciano que vive en la casa, despierta y se sienta al borde de la cama, con las zapatillas entre los pies. El pobre hombre se despereza, se pone las gafas y se duele de los achaques mientras tú sabes que la araña está dentro de la zapatilla, esperando la oportunidad. La escena continua, el incauto se levanta, no sin esfuerzo, mete el pie izquierdo y empiezan las lentas tentativas por calzarse el derecho. Un intento, luego otro, y nada. Pisa la zapatilla, que se resiste, se voltea, se sale, se escurre, y tú sigues sabiendo que la araña está dentro. Algo te pide gritar a la tele para advertir al pobre señor que no meta el pie, pero te reprimes. Angustia absoluta, porque tú sabes que él desconoce que la araña está dentro. El anciano, ya fatigado, enciende la lámpara de la mesita de noche, se agacha, coge la zapatilla, se la acerca al pie y la pantalla se funde a negro. Un anuncio y ahora volvemos. Así es. Tú con el corazón en un puño, al borde del infarto, y ahí tienes al quitamanchas El Milagrito, a Matías Prats con su seguro de moto o al famoso de turno comiendo un yogur que facilita las cosas del descomer. Es sólo un instante, pero ya te han jodido el resto de la película, incluso lo que te queda de vida.

Y es que hay que saber escoger el momento para según qué cosas. No hay nada peor que el inoportuno molestando cuando no toca, el cansino y su comentario fuera de lugar, o el pesado que interrumpe con una salida de tono.

Pues eso nos va a pasar con los políticos. Han modificado la Ley de Protección de Datos y, a partir de ahora, podrán indagar en internet para establecer nuestro perfil ideológico, enviarnos por cualquier medio electrónico publicidad electoral personalizada, o mandarnos mensajes privados al móvil a través de redes sociales. Pues mire usted, que intuyan mi perfil ideológico hurgando en las webs más visitadas lo considero una intromisión ilegítima, aunque me importa un bledo, más de un susto se van a llevar cuando miren mi historial de búsqueda, pero que anden dándome el coñazo con mensajitos a deshoras, eso sí que no. Por ahí no paso.

Bastante tengo con las comerciales de compañías telefónicas o los de las energéticas ofreciéndome tarifas más económicas como para recibir en plena siesta el mensaje de un candidato dándoselas de colega, ni que alguna vez hubiéramos meado juntos, porque un Big Data le ha dicho que soy de tal o cual. Proclive a esto o aquello.

Puede que se encuentre usted velando a un ser querido, mirando fotos de sus nietos, leyendo tranquilamente el periódico, viendo una obra de teatro, haciendo el amor o metiendo el pescado en el horno, y su teléfono reciba, en mi caso por error, un mensaje de Pablo Iglesias invitándole en plan camarada a un mitin en la plaza del pueblo. Y la molesta interrupción durará un segundo, un veloz pestañeo. Puede que parezca sólo un instante pero, por breve que sea, antes prefiero meter el pie en la zapatilla del viejo de Milwaukee y morir lenta y dolorosamente.