Su voz sonó demasiado fuerte quizás demasiado pronto. Tal vez por eso, al final, Miguel Romero Esteo se ha muerto casi silenciado. Así suelen ser las cosas, da igual que poseyera una de las voces más personales del panorama teatral español, que fuese un autor con identidad propia de cuyo lenguaje teatral muchos han bebido, que "Tartesssos" sea un monumento literario.

Las veces que anduve con él tuve la impresión de que hablaba siempre como para otro que no estaba allí. Contaba cosas divertidas, que de niño jugaba al fútbol con los pies vendados "para darle fuerte a la pelota", y que cuando, a los ocho años llegó a Málaga y vio el mar por primera vez "me quedé atontado mirándolo y ya no me he podido despegar de él".

Tuvo oficios raros, de hombre siempre un poco fuera de todo. Fue pinche de cocina en la base americana de Torrejón de Ardoz, donde jugó al fútbol (le apasionaba) "usando como balón pavos congelados". Siempre tuvo ese punto un tanto surrealista, del que quizás se valió para entrar en la literatura "por la puerta falsa y rara de no adorarla, cachondeándome de ella, con la idea de que era un rollo de subnormales del que podías reírte", me dijo a veces.

La risa no es moneda de cambio y otra no hubo. No ganó dinero con la literatura. Ni siquiera con el Premio Europa, del que no vio un céntimo "por una intriga de los italianos, que me quitaron el diploma primero".

Se quejaba amargamente de que su obra estaba "bien considerada en la Historia de la Literatura, pero en términos prácticos, está por los rincones".

Y tenía razón. Su poca vanidad literaria, su carácter un tanto asocial y el estar siempre fuera de lo literario, como un niño que mira por la ventana para divertirse, tejieron el olvido sobre él y su obra: "no me planteo mucho la posteridad, Juan. Quizás alguna voy a tener, pero estaré muerto y, entonces, ¿para qué?".