La escritora irlandesa vive en Pedregalejo en una casa junto al mar. Es pelirroja y tiene mirada de musgo; sonríe ante cualquier imprevisto y nunca niega una limosna a nadie.

La escritora irlandesa se suele pasar gran parte del día en la playa -siempre que no sea verano- sin que le importe si está lloviendo o que haga frío. Deambula por la orilla en compañía de un libro y le gusta contemplar cómo el mar borra la huella de sus pisadas. Cuando se cansa de pasear se sienta en cualquier lugar y se sumerge en la escritura. Lo hace con tanta intensidad que si el mar está en calma, puedes oír desde muy lejos el roce del bolígrafo sobre su Moleskine.

Lleva consigo también un termo con café y más de una vez me ha invitado a uno, mientras me censura medio en broma y casi en serio que debería dejar el móvil en casa. «Ese trasto te conecta con los demás y te desconecta de ti mismo», me dice. Salvo esta perorata, jamás se mete en las vidas ajenas y es fama entre sus amistades que escucha como nadie y jamás juzga un comportamiento. Cuando alguien le cuenta una cuita amorosa o un problema financiero y le pide consejo, ella le abraza y no dice nada.

La escritora irlandesa no gusta mucho de salidas nocturnas, prefiere sumergirse durante horas en la bañera, mientras lee o escribe. Odia las series, hace diez años que no va al cine y nunca ha pisado un centro comercial. Las pocas veces que sale, bebe hasta emborracharse con rapidez y cuando entra en ese estado entona canciones celtas con la voz más desafinada del mundo: la cara que ponemos quienes la escuchamos le hace partirse de risa, hasta que llega un momento en que rompe a llorar, para más tarde ponerse filosófica.

La escritora irlandesa dice que es celosa (muy celosa), maniática en extremo y ordenada hasta la obsesión y que por esos motivos hace años que decidió no intentar más lo de tener pareja. Varios amigos y amigas han pretendido ligársela, pero ella se escabulle como una anguila y se refugia entre las estanterías de la biblioteca pública que le pille más cerca. De hecho, me cuenta que la única persona con la que estuvo más de un mes trabajaba en una y que cuando descubrió que no limpiaba semanalmente las largas hileras de libros, no tuvo más remedio que salir corriendo. «Quien deja que un libro se ensucie no se merece mis labios», parece ser que le dijo.

Sé que se dedica a traducir del español al inglés y con eso tiene más que suficiente para vivir, ya que no es amiga de trajes caros, viajes exóticos o restaurantes estrellados. Detesta de forma especial los cacharros de la manzanita y para su trabajo tiene un ordenador de hace quince años con Linux instalado. No tiene coche, una bici es la que la lleva y la trae las veces que va al centro. Cuando viaja es adicta al BlaBlaCar, los autobuses y las ofertas de aviones. «Tengo una norma: si el viaje cuesta más de cien euros, me quedo en casa».

A la escritora irlandesa no le seduce la idea de presentarse a premios literarios o enviar manuscritos a editoriales: dudo que haya publicado algo, al menos con su nombre. A mí me ha leído fragmentos de varias novelas que ella dice que ha terminado, sin dejarme jamás que las lea por completo. Sospecho que en realidad está haciendo una novela enorme, de cientos o quizá miles de páginas, en la que salimos retratadas las personas que ha conocido a lo largo de su existencia. Cuando le digo que escribe muy bien y que voy a hacerla conocida en Málaga por sacarla en un artículo, ella se ríe y me dice: «Si haces ese artículo y no dices mi nombre, te dejaré elegir una de mis historias para que la puedas leer: si te gusta, te la regalo, puedes hacer con ella lo que quieras. Si no es de tu agrado, descubrirás mi lado de sirena vengativa y te llevaré a vivir al fondo del mar. Para siempre».

Estas cosas me las dice en el salón de su casa, mientras escuchamos el monólogo arrullador de las olitas de las playas de Pedregalejo.

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