Cuentan las crónicas de la Segunda Guerra Mundial que en el frente ruso, las francotiradoras del Ejército Soviético eran especialmente temidas y odiadas por los soldados de los ejércitos invasores. La puntería de éstas tenía efectos devastadores, ya que superaba generalmente a la de sus compañeros de armas. Todo se debía a algo muy sencillo. La capacidad pulmonar de las mujeres, al ser más pequeña que la de los hombres, permitían una respiración más contenida. Por lo tanto, sus disparos siempre ganaban en precisión, comparados con los de sus compañeros.

Lo relata el historiador Max Hastings en "Se desataron todos los infiernos". También nos recuerda Hastings que uno de los capítulos más siniestros de la historia del Ejército Rojo fue la nada infrecuente explotación sexual que ejercían los oficiales sobre sus subordinadas. Fue una de las sombras de la Gran Guerra Patriótica. Guerra que tuvo sus orígenes en un tratado infame entre el Tercer Reich alemán y la Unión Soviética y cuyo objetivo era el esclavizar y repartirse Polonia. En nombre de sus respectivos y brutales amos, Hitler y Stalin, lo firmaron en Moscú el 23 de agosto de 1939 Joachim von Ribbentrop, Ministro de Asuntos Exteriores del Reich y Viacheslav Molotov, su colega soviético. Una semana después comenzaría la invasión de Polonia, prólogo de la más terrible de todas las guerras.

Me vino todo esto a la memoria mientras paseaba por el paseo marítimo de mi pueblo, Marbella. Las recientes lluvias habían limpiado la atmósfera hasta tal punto que bajo el tibio sol del mediodía se veían perfectamente las montañas de la otra orilla del Mediterráneo, el otro pilar de Hércules. Y el mar abierto parecía haberse convertido en un pacífico lago.

De vez en cuando me pasaban pequeños grupos de atléticas jóvenes que con una marcha más que vigorosa desaparecerían rápidamente entre los paseantes. Me llegaban de vez en cuando girones de sus conversaciones. Era obvio por sus acentos que eran rusas. Me acordé de sus abuelas y bisabuelas, las que tuvieron un lugar destacado entre los millones de víctimas de aquellos tiempos de guerras monstruosas y atrocidades sin fin. Y pensé en las francotiradoras rusas. No pocas de ellas se suicidaban antes de ser capturadas por sus enemigos. Conocían las historias de horror sobre lo que podría ser su destino en el cautiverio genocida a las que las someterían sus verdugos.

Aquellas muchachas en flor que paseaban junto al mar proustiano, como tantos otros jóvenes de estos tiempos, cultivaban con tesón la buena forma física y las disciplinas que la hacían posible. Las observaba con respeto. Admiré la inmensa capacidad que pueden tener las mujeres para superar las tinieblas.

Como le ocurría a aquel civilizado maestro, Christian Dior, cuando las observaba en su elegante pasarela parisina, exhibiendo sus creaciones. Decía el maestro que a partir de los treinta y cinco años las mujeres ya son diosas imbatibles. Y suele ser en sus últimas fragilidades de juventud, donde el acero camuflado por sus supuestas debilidades se tensa, espléndido, como la vibrante cuerda de un arco. Los nazis y sus primos hermanos los estalinistas jamás lo hubieran entendido. En sus cerebros, parte de su lóbulo límbico ya había sido cercenado por sus respectivos sátrapas.