El prestigio es un metal raro al que ocultan los brillos de una fama mentirosa con sus oropeles. Si quieres intentarlo, recibirás la soledad como recompensa, resumía Bukowski en uno de aquellos poemas en los que reflexionaba sobre el acto de crear mediante la palabra. La muerte de Miguel quizás no ocupe más titulares ni lectores de esas líneas que los que encuentre en esta Málaga donde se sentía acogido entre sus paseos, sus librerías y sus editoriales. Miguel leía, leía, reflexionaba, leía y escribía. Gracias a su currículum, pero también, y sobre todo, a los empujes de Cristóbal Cuevas, catedrático de literatura en la UMA, Miguel ingresó a mediados de los años ochenta en la nómina docente de Filología Hispánica, lo que lo salvó de la penuria absoluta. Su obra, reconocida como una de las grandes del siglo XX, se reservaba para buenos rastreadores de la calidad literaria. Un teatro con personajes caricaturizados hasta extremos más allá de los que Valle Inclán no cruzó. Textos concebidos bajo la ambición de la ampulosidad del teatro barroco aristocrático de Calderón de la Barca, pero trazados por casi el mismo lápiz de la sagrada tragedia helena. Ahí quedan su Pizicatto irisorio y gran pavana de lechuzos, las Fiestas gordas del vino y del tocino o su Tartessos, obra que me sirvió para convertir en fervorosa romerista a una jovencita filóloga italiana que vino a nuestra tierra para realizar una aburrida tesis doctoral sobre teatro clásico y se quedó enamorada de Miguel a primera lectura, y mucho más a primera charla.

Miguel era apasionado e intenso con cualquier tema que le llamara la atención. Su interés podía oscilar desde la evolución del ibero y el vasco, las aventuras en su pueblo (Montoro) de sus alumnos y amigos Rafa García y Ángel Luis Montilla, la política o lo mal que se duerme en la cama de un college americano. Todo lo explicaba con igual vehemencia y derroche de una sabiduría nunca pedante. Recuerdo una tarde en el autobús de regreso de mi facultad en Teatinos. Miguel se sentó junto a mí y yo, que ya admiraba su obra, me presenté aunque no era su alumno. No sé cómo sucedió ni dónde se inició aquel hilo de conversación. La concurrencia del autobús nos miraba asombrada por lo gritos bajo los que Miguel me explicaba que toda la obra poética de Lope partía de su arrepentimiento por acostarse con aquellas mujeres con las que no podía evitar acostarse. «Os tiene que entrar aquí», concluyó con una palmetada en mi frente aún hoy orgullosa de que tan grande escritor la golpease con una buena dosis de energía. Miguel subió a aquel autobús todavía revolucionado por la reciente clase como si fuese el motor de un coche sin freno. Además era capaz de discutir en español o en inglés con la misma soltura y velocidad. Imagino las trifulcas que tendría cuando trabajó jovencísimo en el bar americano de la base de Torrejón, su academia particular de un perfecto inglés barriobajero. Eran frecuentes sus discusiones en el curso de español para extranjeros de la universidad. A unas señoras belgas que se quejaban del clima y de la comida de España (O.M.G!?) les soltó una frase muy suya: «Pues dejen de sufrir, si nadie se lo va a agradecer» y continuó explicándoles que en media hora salía un avión para Bruselas. El director del curso no sabía cómo pedir disculpas a aquellas estudiantes humilladas por el maestro.

Qué curiosa es la vida. El jueves paseaba por Málaga con el filósofo Miguel Morey. Como en un mal guión, estábamos hablando de la obra de Miguel (esto no es un recurso), de su graciosísimo ensayo Orígenes de Europa y coros de tinieblas, que sitúa a Málaga como centro y madre de la humanidad. Sentados en el Culture Club de Gaby, recibí un mensaje 5 minutos después, Miguel había muerto. Se lo enseñé a Morey. Maldita casualidad. Se nos ha ido un maestro, en silencio, los bolsillos repletos de prestigio, pero entre la soledad que Bukowski profetizó para quienes lo intentaran. Miguel, además, lo consiguió. Ahora será el propio Lope de Vega quien reciba un tortazo en la frente para que comprenda por qué escribió su propia poesía.