Me lo topé por casualidad; crece en un alcorque perteneciente a cierta barriada densamente poblada situada mucho más allá del Guadalmedina y cuyo nombre omitiremos aquí para no perturbar el dorado aislamiento del individuo. Se trata de una verdadera rareza en su género: un plátano de sombra de buen porte, intacto. Hasta la fecha no ha recibido atención alguna de Parques y Jardines y, por eso mismo, prospera sin cicatrices, malformaciones ni enfermedades. Tan sólo un tronco recio ramificado en forma de candelabro y una copa airosa mecida por el viento, ajena a las servidumbres que suelen cuadricular el espacio y moldear a serruchazos a sus hermanos: linderos privados, tránsito de autobuses, vistas desde tal balcón, quejas de quien aparca bajo sus ramas. El resultado de tal libertad, un árbol soberbio que ignora lo que es una sierra.

Comparto el argumentario que se esgrime con frecuencia en defensa del árbol urbano, basado en la cuantificación de datos objetivos: absorción de CO2, disminución de la temperatura ambiental. Y, sin embargo, no puedo evitar encontrar cierta mezquindad en esas razones, sin duda certeras; pero un árbol maduro es mucho más. Como un padre prudente, allana el camino de quienes crecen a su sombra y les hace la existencia mejor, pero procurando que su esforzada tarea pase desapercibida. Sólo cuando su ausencia es irreversible se hacen obvios esos desvelos que muy discretamente supo ocultar. Los árboles nos hacen mejores aun cuando no seamos capaces de verlo; construyen un dosel protector para nuestra vida y hacen la ciudad amable al suavizar las aristas de la arquitectura y tamizar la luz solar en mil matices de penumbra. Defendámoslos y amémoslos ahora que los tenemos.