Con motivo de la muerte de Bernardo Bertolucci se ha abierto una polémica cuyos impulsores y rondadores pretenden que además informe y ordene - cuando no condene -toda valoración de la obra del cineasta italiano. Sí, el asunto de la mantequilla. Quizás convenga aclararlo desde un principio: María Schneider no fue violada por Marlon Brando en la celebérrima escena de El último tango. En las entrevistas citadas reiteradamente en los últimos días ni el director ni la actriz afirman tal cosa. Brando y Schneider interpretaron una violación que figuraba en el guión que ambos, obviamente, conocían. Pero Bertolluci buscaba una situación de dominación, miedo y asco y tuvo una ocurrencia: que el protagonista empleara mantequilla como lubricante para el coito. La actriz lo ignoraba. Brando lo que hizo fue extender un fisco de mantequilla por los muslos de la actriz quien, ciertamente, se quedó paralizada por el asombro y - por lo que puede verse y escucharse - con una expresión de asco y rechazo. La que quería conseguir el director. Schneider - eso es lo que dijo públicamente- se sintió violentada, no violada. Y no violentada porque tuviera que limpiarse luego la mantequilla con una servilleta, sino porque Bertolucci no había confiando en ella lo suficiente.

La atmósfera moral en los medios de comunicación y en las redes sociales debe ser particularmente tóxica para que prosperen campañas como las que quieren condenar moralmente a Bertolluci y enterrarlo en un foso de indignidad. «No puedo ni quiero diferenciar el artista y el hombre», fue un tuit que sintetizaba a la perfección esa indignación postiza y tarada y que muchas (y algunos muchos) multiplicaron y citaron a lo largo de las horas. Es impresionante la cantidad de ignorancia (maliciosa o simplemente oligofrénica) que hay que acumular para soltar esas necedades y exigir la defenestración moral de un artista muerto. Ignorar que mientras se rueda la escena una decena de personas están presentes -varias mujeres - y que se antoja muy difícil que hubieran asistido a una violación sin pestañear. Que la violación era también delito a principios de los años setenta y una denuncia de un delito cometido frente a una cámara y un equipo técnico hubiera constituido un escándalo mayúsculo. Que se trataba de una película y que la película trata, precisamente, de las relaciones de dominación destructivas entre dos personas (un hombre y una mujer) que solo en una entrega sexual incondicional encuentran alivio para un desarraigo moral arrasador. De eso trata El último tango en París y no de la violación con o sin derivados lácteos de un rijoso cuarentón a una jovencita inocente.

Y aun creo que hay algo peor entre las carroñeras y carroñeros de esta última hora: ese desprecio a la creación artística que descubre un intenso y acobardado odio a la vida. En el desamor, en el miedo a la muerte y el rechazo, en la miseria interior que nos acompaña como una sombra del corazón, en la agria melancolía de los años, en la brutalidad del deseo y el vértigo ante el dolor final, en las humillaciones que nos infringen y en los errores que cometemos está buena parte de la arcilla para toda obra artística. No en tus prejuicios, no en tu código moral, no en tus fantasías ideológicas, no en tu altanería malherida, imbécil.