Hubiese sido un perfecto filósofo griego. Erguido en blanco solitario, a medio afeitar el perfil tormentoso, desnudo de broches laureados sobre la toga cruzada sobre el hombro, y del todo despojado de prejuicios en su lenguaje. Libre, inteligente, provocativo, melancólico y airado contra los dioses y contra los hombres; actores los segundos del drama con el que los primeros juegan a través de las emboscadas de la carne y la batalla de las ideas. Miguel Romero Esteo desde lo alto de una piedra en mitad de una plaza pública, como si estuviese en el atril desde el que dirigir la representación de la vida y de la música de un discurso escenificado que nada dejaba sin ser cuestionado. Siempre fue este ingobernable dramaturgo, profesor, gestor cultural y cordobés machadiano -entre el desaliño austero y la coquetería como sello de su personal dandismo- un genio impetuoso. Fiel autor y personaje en sí mismo de su talento innovador, deslenguado poeta que fue niño persiguiendo con onda a los pájaros y a las palabras. Nunca dejó de hacerlo a lo largo de su vida por cumbres borrascosas, docencias precursoras de una modernidad políticamente incorrecta, cosido y hecho de literatura y visionario editor de jóvenes aprendices de poesía. Pero sobre todo fue Miguel Romero Esteo, Premio Europa en 1985 y Premio Nacional de Literatura Dramática en 2008, un traductor de las onomatopeyas heredadas de los conjuros de lo antiguo como dejó patente en su gran pieza Tartessos.

Siempre recordaré así a este escritor de vocación salvaje. Al demiurgo de un teatro que él quiso nuevo y disidente -Pontificial, prohibida por la censura en 1965; Paraphernalia de la olla podrida, la misericordia y la mucha consolación, emboscado a golpe a la salida por jóvenes fascistas de entonces; El vodevil de la pálida, pálida, pálida rosa con la espléndida Carmen de la Maza- sin ataduras de ninguna clase, a pesar de contener en su sangre el ADN de lo clásico y sus ilustres. Sófocles en su dominio de lo trágico y de lo grotesco. Su gran variedad de registros y su capacidad para explorar el lenguaje en permanente metamorfosis lo acercan a Plauto - «Estoy traído y llevado por las esperanzas, sin ver ni el presente ni lo que hay detrás»-. Y qué bien se le puede vincular a Séneca, consumados oradores ambos, críticos y renacentistas en su diálogo con el mundo. Nada de lo humano le fue ajeno, lo mismo que a Terencio. Todos como un coro de voces, según el argumento en duelo, la altura de los interlocutores y la atmósfera del escenario que orlaba ese instante de parlamento: un aula universitaria, una taberna de barrio, la terraza de un café, un despacho institucional, el saloncito de su casa humilde y de zurcidos silencios siempre en penumbra. Escénico y grande en todos los ámbitos, el maestro dándole a los mitos una esencia más heterodoxa. Lo intuí en ocasiones en un rincón de sí mismo, abriendo una ventana hacia dentro con un monólogo en éxtasis imaginativo o de indignación auspiciada por el absurdo de lo político que tantísimo le irritaba. Intelectual su impecable lucidez en el laberinto de su casa del Palo -gobernada por su gato Pirri como un pirata Disney en aquel barco superviviente de varios naufragios, con un botín de viejos libros por la cubierta en la que nunca dejó de entrar la lluvia- generoso en hospedar jóvenes de edades nómadas que en alguna que otra ocasión le desvalijaron lo poco que atesoraba, y gruñón en el ascetismo de su condición de maldito etiquetado por su actitud subversiva.

Lo conocí hace más de media vida, cuando dirigía el Festival Internacional de Teatro en Málaga y nos disputamos la veracidad de una fecha y de un estreno: Moby Dick en interpretación inglesa. Saltaron chispas en sus ojos y en su verbo cruzando cada cual sus argumentos en público, inflamable su genio a un palmo del grito físico en el patio de San Agustín a media hora de la representación. De aquel lance de vértigo dio cuenta en mi defensa Montse Martín, compañera por entonces en una columna de otro periódico de la ciudad. No tardamos en un abrazo de paz gracias a nuestro diálogo de prensa, esta vez de acuerdo y casi sólo entre nosotros, sobre las excelencias de Jan Fabre del que trajo su último espectáculo, y a una cena auspiciada por Carlos de Mesa gerente del Teatro Cervantes. Después, la literatura nos condujo a muchas otras conversaciones acerca de los dones, los vacíos y la cobardía del teatro. En todas me regaló siempre el afecto de un Usted sincero, elogiando mis libros de cuentos y mi leguaje «que no es de plástico sino que se adentra en lo que dice y lo destripa o lo vuela», o definiéndome «un interrogador con férrea manos de plata» por mis entrevistas en la radio a políticos -era él licenciado en sus Ciencias-. Lo mismo que a él lo tuve, micrófono a micrófono, en un especial dedicado a su trayectoria y a los reconocimientos -el premio Enrique Llovet por su obra Liturgia de Gárgoris rey de reyes- que le iban llegando. Se nos fue por el aire el tiempo en aquella tarde en la que lo vi felizmente afeitado, desgranando sus reivindicaciones, la agudeza de su ironía, una noche madrileña de inesperado teatro grande: Francisco Nieva, Molina Foix y Moisés Pérez Coterillo. Cuánto talento cruzado entre copas, coca-colas y humo, y de la que evocamos anécdotas de egos, y su reiterada militancia en la disidencia social y en lo que él llamaba la concordia de la discordia.

Admirado por José Luis Gómez y Miguel Narros entre otros grandes, sin que ninguno fuese capaz de poner en alto la innovación de su teatro con raíces en la sátira menipea, la farsa medieval y el teatro-fiesta. O su fascinante investigación sobre la protohistoria de Andalucía de la que nacieron dramaturgias como Tartessos y Europa. Sus dos obras magnas que albergan la riqueza, el exorcismo y la oralidad minimalista o barroca - según quien interprete sus textos- de su teatro liberado de todos los límites que lo acotan. Un teatro vivo por dentro del texto y en cuyo interior muta, misterioso y universal en su cosmogonía pagana que experimenta con la fonética y su gestualidad hasta crear un idioma escénico. No sé hasta qué punto fue cierta la coletilla de irrepresentable que lo persiguió, aunque tendríamos que discutir acerca de la falta de audacia o de una relectura de su dramaturgia, desde la arquitectura de la escena y una nueva forma de representatividad. Su querido discípulo y tutelar ángel hasta el final, Rafael Torán, sus admiradores amigos Rafael Ballesteros, y Juan Hurtado -también magistral talento indomable- lo mismo que La Fura, Jan Fabre o Michael Simon bien podrían llevar a cabo ese conjuro Esteo descifrando lo sensorial, la belleza de una polisemia lingüística y la gestualidad en danza de los actores. Aunque lo importante es que su obra se representase por la vigencia de su discurso escénico -en un excelente documental lo hizo José Antonio Hergueta con producción de MLK- que ensamblaría perfectamente con el actual espectáculo multimedia y las numerosas posibilidades que genera. Sin dejar de lado la ambición de apostar por un espacio natural en el que la representación tuviese que seguirse en movimiento.

Miguel Romero Esteo fue una víctima más de la mediocracia de la podrida olla de la cultura española contra la que se rebeló transgresor, corrosivo y provocador, según le viniese en vena y en gana. Lo mismo que hizo con los políticos, a pesar de premios e ilustres nombramientos de ahijado. Y aunque está considerado por varias generaciones como un autor a la altura de Valle-Inclán o de Thomas Berhard, su muerte nos ha dejado huérfanos de gozarlo saludando los aplausos del éxito a pie de escena, mirando de frente a los ojos de su memoria y a los nuestros, como si fuésemos aquellos pájaros de su infancia a los que robarles los sueños de sus alas. Las mismas que siguen teniendo las historias de su teatro. El mundo y la vida por las que dijo estar siempre en pobreza y con su lenguaje en alerta, creatividad y en combate. ¿Qué más pedirle al talento?

Larga vida, ahora para siempre en tu Tartessos, Gárgoris, rey de Esteo.

*/Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es