Primero fue el PP. Fascistas, hijos de Franco, derecha extrema. Luego vino Ciudadanos. Sucesores de Primo de Rivera, falangistas neoliberales, extrema derecha. Ahora aparece Vox. Fascistas, franquistas, extrema derecha. De oca a oca y tiro porque me toca.

El lenguaje es muy traicionero. La burda estratagema que la izquierda puso en marcha hace años, desenterrando el hacha del franquismo en una transición que aún no se había dado por completada, elevó a Franco a los altares políticos para utilizarlo como arma arrojadiza.

El dictador llevaba años sirviendo de espejo para partidos que no eran del agrado del PSOE, en principio, y de Podemos, más cerca en el tiempo. Y de repente entraron en juego aquellos que, nunca mejor dicho -por lo cromático-, decidieron reverdecer el recuerdo del tirano de bolsillo. A Vox se le ha dado todo hecho. Estratégicamente han jugado muy bien su baza: ocupar un espectro ideológico vacío y olvidado. Pero las ideas de Vox, resulta, que hay quien las ve antiguas, pero hay un importante porcentaje de votantes que las ve vintage: antiguas pero atractivas. Para muchos, votar a Vox ha sido algo así como comprar un vinilo o una Polaroid. Incluso para quien no vivió la época original de esos productos, se ha convertido en un opción real. Quién sabe por qué.

De tanto pedir ayuda por los lobos imaginarios, ha llegado el de verdad. Y ha llegado un partido al que muchos votan orgullosos y otros muchos votan tratando de disimular. Vox es un producto de marketing político impresionante...