Lo imprescindible suele ser extremadamente frágil. El amor, la belleza, la alegría y la libertad (no necesariamente por ese orden, porque lo imprescindible carece de prioridades), son quebradizos por sutiles, delicados por profundos. Es muy fácil resquebrajarlos y luego ya no hay manera de componerlos de nuevo, de recuperar su necesaria presencia.

En Andalucía, desde la noche electoral, estamos asistiendo a una agresión terrible hacia la libertad individual. Desde que empezaron a conocerse los datos de participación comenzaron los insultos y las acusaciones contra quienes habían ejercido su legítimo derecho a no acudir a votar. Hay mucha gente que no permite, por lo visto, que los demás sean libres para hacer o no hacer, y desde su indignación de ciudadanos «de orden», atentos a sus deberes patrios, acusan a los abstencionistas de ser los culpables del ascenso de la ultraderecha.

Olvidan estos demócratas tan severos que la abstención también es una opción política, que no siempre es desidia, sino que la mayoría de las veces viene a representar hartazgo y aversión. Si nos olvidamos de la visión simplista de que todos los que no votan son incívicos, perezosos o simplemente idiotas, deberíamos empezar a admitir que el cuarenta y uno por ciento de los andaluces no tenía contra quien votar, que no encontraba opciones entre la corrupción, el extremismo y la ambigüedad de quienes están dispuestos a bailar con quien sea con tal de tocar poder, da igual si corruptos o ultras, o los dos al mismo tiempo. Hastío, decepción, indignación, además de esos votantes, pocos pero cuantificables, que no votan y no votarán jamás por una meditada preferencia política, la anarquía, que es lo mismo de respetable que cualquier otra.

Si comenzamos a mirar la abstención como un clamor, como el grito callado de gente harta de que nadie resuelva los problemas y que prefiere callar para ver si alguna vez se les escucha antes de entregarse al extremo terrible al que otros se entregan llevados por esa misma desesperación, quizás empecemos a entender. Y sí, está la opción del voto en blanco, pero por encima de todo eso está la libertad individual de ejercer o no tus derechos ciudadanos sin que nadie venga a insultarte por ello o a señalarte con el dedo de la culpa de todos los desastres.

Si la ultraderecha crece entre una ciudadanía que ha perdido el sentido crítico habría que preguntarse gracias a quien se ha llegado a esta situación, cómo en cuarenta años hemos retrocedido hasta aquí. Y quizás la conclusión no nos guste, del mismo modo en que no siempre nos gustan los espejos.