Le gusta escribirle al mar con los ojos. Cada día, con la mirada en voz baja, se aposta frente al mediterráneo de Alborán para sorprenderle un hechizo de luz donde los colores son pájaros sobre la marea y su lenguaje en azul, en verde, en gris. En diferentes horas, días y meses, a lo largo de tres años, ha esperado Antonio Lafuente un instante de obturación para alcanzar en su disparo el corazón de una ola. Otras veces alargó lo suficiente el aliento del ojo con el que convertir en seda su presa de agua, desvaneciéndose su fuerza en el sueño de lo que antes fue un naufragio. Hubo momentos en los que sólo tuvo que prologar el dedo en el gatillo hasta que brotase el mar a punto de estallar su rebeldía, o para ahondar en la atmósfera de su enigma. Si usted ve todos estos piélagos de índigos impenetrables, de misteriosos esmeraldas y escarlatas en tinieblas o arrebol en unas paredes - igual que paisajes recortados en una ventana de 40x50- podría pensar que las fotografías de la exposición Sed de mar son escenarios con los que un Robinson Crusoe compuso calendarios de la luz rompiendo aguas. No es así, aunque al final del pasillo del Instituto Ibn Jatib de La Cala del Moral, acotado en sala de galería, se encuentren 40 mares que se leen como un caleidoscopio de geometrías y danza.

Lo que Antonio Lafuente nos muestra en realidad es el cuaderno de bitácora de un cazador de los mares del mar, cuya historia nos propone la aventura de encontrarla, leyendo el vientre abierto de par en par de esas caracolas que los contienen, y que él ha observado desde la terraza de su casa; al borde de senderos sumergiéndose de repente en la liquidez de la frontera; a labio de espuma derritiéndose en un suave arañazo sobre la arena que ha consumado. Cualquier orilla era válida para hacer diana con una Canon G-16 y una Nikon D5200, armas de calibre corriente que poco influyen en el dominio del ángulo, de la velocidad, del paralaje, de la precisión de la mirada contenida en el visor para embarcar en el diafragma de la cámara la respiración del mar y sus matices. El que en Málaga, y más aún allí donde se expande en océano, cada día se inflama, se desordena, se refleja bocarriba en el cielo, se perfila metálico, se deja acotar en un imposible por la alambrada de una perspectiva solitaria. El mar que se intersecciona en tonos de una misma gama, y se alila cuando la tarde se llena de pájaros haciéndonos creer que podríamos correr con la infancia descalza a lo largo de su azul dormido. Encantamientos y presagios con los que el fotógrafo ha querido rendir homenaje a Málaga y a sus apellidos: Lafuente Pozo.

Sed de mar es una hermosa colección de poemas fotográficos de los que aprender que la herida de una piedra horadada por el agua, lo mismo es un corazón que emerge que el ojo de cíclope en el que se despierta la magia. Que la espuma desnuda su sexualidad cuando el tacto de su caricia lame, envuelve y arrastra la eterna cadencia de la pasión y su beso sobre la arena irisada. O que hay vientos que enloquecen a las olas y las suicida contra las rocas. Melodías acuáticas, cicatrices, malabarismos de nubes, saliva de sal que caligrafía un bisbiseo en la piel de página en tersa humedad oscura, los cuerpos petrificados de sirenas amantes, el laberinto de Ulises tatuado en un muro de una posible Ítaca; un monstruo varado con la huella encallada de su mano en la orilla y su derrota. No faltan en el amor al mar de estos poemas todas las horas de la luz creando espontáneas psicodelias entre el cielo de aire y el cielo de agua. El rumor del polvo anaranjado en el desfiladero entre el mar y su horizonte. Mapas de navegación a los que Lafuente les ha cazado una naturaleza, proponiéndonos que les zarpemos un deseo. O como mínimo que escuchemos el sonido ondulante que cada imagen nos insinúa o cuchichea.

Así se lo ha pedido a sus alumnos el pintor Fernando de la Rosa, responsable de la sala Ibn Jatib desde hace casi una década, además de llevarlos a la playa para que cada uno pesque en las redes de sus cámaras su isla de mar y horizonte, la ilusión óptica de un delfín o de una estrella ahogada a la deriva. Lo mismo que hacen Lafuente; Ray Collins con sus montañas esculpidas de agua, o las simetrías creadas por Hiroshi Sugimoto. Y que de ese modo aprendan que con la mirada se indaga, se escucha y se retrata. Que la mirada educa. La enseñanza de todos los artistas plásticos invitando a los jóvenes estudiantes, como ha hecho en sus años docentes Chema Lumbreras, a sorprenderlos con lo acertado de sus comentarios, a la vez que buscaba seducirlos con humor y juego provocando su audacia. De esa estrategia se le despertó el talento a un alumno que cubrió de dorado clandestino el mobiliario urbano de algunos barrios. Aprender a mirar percibiendo el contorno de los objetos, de las figuras, las proporciones, las luces y las sombras, la relación que cada una de estas cosas tienen entre sí es lo que transmite Sebastián Navas en sus talleres, inculcándoles igualmente que el dibujo es tan poderoso como la palabra y que saber mirar ayuda a ser más independiente, sin los condicionantes sociales y de la mente. Mirar es tocar, afirma otro pintor como Rafael Alvarado que les motiva a experimentar sensaciones frente a una obra de arte, y entender que la mirada es un universo que se crea y permite percibir el abismo, construir un mundo, descubrir las posibilidades de una naturaleza -fue también una propuesta de Lafuente sobre utopías urbanas- y emociones como el dolor, la espiritualidad, el amor, la melancolía. Lo mismo que facilita ver otra cosa distinta cuando se mira en otro momento diferente, y reflexionar sobre el tiempo, el orden, el caos. Un tiempo que Mati Moreno ha querido detener para dialogar con sus efectos y catarsis en la exposición “Lo diurno. Incisión y sombras. Lo nocturno. Los caminos del sueño” en la sala el Pósito de Vélez-Málaga. De sus módulos de bandejas de pastelería en blanco sobre blanco, y pared blanca, los alumnos aprenden que el tiempo tiene nervios, y una métrica exterior e interior, agresiones, fugacidad, vibración y oscuridad. Es lo que esta pintora, cuya poética es la belleza del fragmento y lo que renace a partir de la ruptura, muestra en su sismográfica sinfonía -la música está muy presente en su obra- de la confrontación, de lo contenido, de la rutina y de la fractura. De qué manera tan exquisitamente minimalista lo expresa Mati Moreno en este relato plástico que se complementa con collages de lo espontáneo. Es imposible no sentir la belleza ante este pentagrama de los latidos invisibles del paso de los días y de las horas, con sus énfasis, sus vacíos, y preguntarse acerca de nuestro tiempo, sobre los cortes que produce en nosotros y en la textura de lo que somos.

Un oleaje del tiempo de Mati Moreno que podría haber conversado con los mares de Antonio Lafuente en un mismo recinto expositivo. Ambas obras reflejan la vivencia de la cotidianidad y amplían nuestra percepción estética e individual de lo inestable y de lo huidizo, de lo consciente y de lo inconsciente, enriqueciéndonos la sensibilidad, los sentimientos, las ideas y la conciencia de la mirada como reinvención del imaginario y una experiencia activa y creativa. Qué pena, como dice Sebastián Navas, que las artes plásticas, al igual que el dibujo, despierten tan poco interés en comparación a otras áreas educativas, y no enseñen a los jóvenes que el arte es un sexo sentido, y que la mirada es la llave secreta que abre lo secreto.

En cualquier caso, hasta el 18 de este mes pueden pasear por los jardines de agua de Lafuente. Una excelente excusa con la que dejar que sea Eurípides, según dice Iñaki Gabilondo, quien descifre la tormenta perfecta de Andalucía. Nada como irse de mar para combatir el desasosiego y la incertidumbre de este tiempo con el azul luminoso de la felicidad.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es