¿'Quis custodiet ipsos custodes'? Dejando a salvo, al menos de manera formal, todas las presunciones de inocencia que las garantías constitucionales y procesales irradian en relación a la eventual autoría del hipotético hecho delictivo que les narro, lo cierto, lo inamovible, es que aquella pequeña de dieciocho meses llevaba muerta varios días en el inmueble que se jactaba de ser su casa, su hogar. ¿Quién vigila al vigilante? Juvenal, no Urbino, sino el del siglo primero, arrojó el interrogante que, mucho antes que él, ya habían planteado Platón, en La República, o Sócrates, en su descripción de la sociedad perfecta. ¿En qué institución radica el poder último? Podríamos platicar en torno a la diatriba filosófica que circunda dicha cuestión todo el tiempo que precisáramos y no alcanzaríamos a discernir una respuesta certera que aglutinara un consenso relativamente mayoritario. Sin embargo, posiblemente, si replanteáramos la pregunta desde las llanuras y no desde las cumbres elevadas, el acuerdo social sería mucho más relevante. ¿Quiénes son los que precisan, por su patente e irremediable indefensión, las más altas cotas de protección por parte de las instituciones y demás poderes sociales? ¿Habrá criatura más indefensa y silente que un niño? ¿Más vulnerable que un bebé? Con un recién nacido, uno hace lo que quiere, cuando quiere y como quiere. Ningún vecino dará la voz de alerta si un niño llora. Un bebé no es capaz de contar la verdad. No es capaz de denunciar, no es capaz de responder. Si un individuo secuestra a un niño solitario en un parque, muy pocos detendrían su atención sobre ese adulto que arrastra a un infante que llora.

Los pequeños no tienen posibilidades para defenderse, para explicarse o para protegerse más allá de las que les concedan sus propios guardadores o las instituciones que, en este campo, los sustituyan o se alcen sobre los mismos. No sería descabellado, entonces, que sí que se precise de un control superior por parte de los poderes públicos que roce o traspase incluso los linderos de lo personalísimo a los fines de garantizar la salvaguarda de un bien superior como es la seguridad de nuestros niños: personas en desarrollo que representan nuestro futuro, nuestra esperanza y nuestra máxima capacidad de amor y de entrega en su cuidado. Los niños son una joya frágil de edición limitada. Son insustituibles. Por cada pérdida infantil, no sólo desaparece una persona, sino un potencial universo plagado de posibilidades, si lo quieren ver de forma egoísta y no sólo paternalista. Muy cerquita de aquí, en la calle del Viento, parece ser que hubo un bebé que no pudo aguantar más. Los medios de comunicación han hablado de maltrato, de dejadez, de abandono, incluso de algún traumatismo. Todo muy presunto, sí señor. Pero insisto: sobre lo que sí hay certeza, sobre lo que sí hay constancia es acerca de varios detalles espeluznantes. El bebé llevaba muerto varios días en aquel inmueble que se decía su casa, y ni su padre ni su madre estaban presentes cuando una patrulla del Cuerpo Nacional de Policía accedió al domicilio. ¿Es posible, permítanme que insista, que se precise de una mayor y justificada injerencia pública en lo que se refiere al bien jurídico que representa la infancia? ¿Qué hacer cuando las instituciones públicas escamotean su responsabilidad en lo que a los menores en desamparo se refiere? Si un día me vieran paseando o tomándome un café por ahí, tírenme de la lengua y les contaré tres o cuatro verdades como puños a este respecto. ¿Pero qué hacer, lo cual es todavía más grave, cuando el enemigo vive en tu propia casa? ¿Qué hacer si los padres, la familia, el entorno más cercano es causa de abuso, de desprotección o de agresión a la infancia que crece a su cargo y bajo sus alas? Queda por tanto la reflexión de siempre. Los niños son de todos. Sus hijos también son los míos. Mis hijos también son los suyos. Incluso los de usted, que no tiene. Abran los ojos, estén atentos, no pierdan detalle, vigilen, denuncien. Una ciudad que vive pendiente de sus hijos es una ciudad muchísimo más segura, más social y más avanzada. A fin de cuentas, como decía Albert Einstein, «la palabra progreso no tiene ningún sentido mientras haya niños infelices».