«España, fina tela de araña...». Así empezaba un sonoro poema de Rafael Alberti, que se incluía en un librito, Los ocho nombres de Picasso, que publicó la editorial Kairos allá por los años setenta y que creo, encaja muy bien en estos momentos y en estas circunstancias, para hablar de la magnífica exposición que, bajo el título que encabeza este escrito, presenta el Museo Picasso, patrocinada por las Fundación Unicaja. Es justo y digno de alabanza el afirmar, aquí y ahora, que la Fundación, que durante la crisis ha vivido en estado letárgico, obligada por las circunstancias, en las últimas semanas ha llevado a cabo dos actuaciones extraordinarias, como son la publicación del Epistolario de Alberto Jiménez Fraud y el patrocinio de esta muestra, que, en mi humilde opinión, ha conseguido, bajo el comisariado de José Lebrero, ahondar en las raíces y el origen de la obra picassiana. Y España es una de esas raíces, quizás la más importante. En este caso, el sur de nuestro país.

Una exposición sobre este tema, cuya línea argumental comienza con dos mosaicos romanos de una extraordinaria delicadeza, en los que se aprecian hasta las ojeras de los personajes, deja imaginar que lo que vendrá a continuación, tiene que ser una profunda disección del mundo de Picasso, por cuanto un mosaico está compuesto de pequeñas teselas, que son restos de piedras cortadas en cubos y representan escenas del mundo clásico romano. Clasicismo y restos de destruccion: la esencia de gran parte del mundo picassiano.

Desde ahí hasta la broma final del autorretrato de Don Pablo con peluca, colgado junto a otro soberbio autorretrato de Goya, hay un recorrido que abarca la práctica totalidad de la historia del arte español. Los diálogos entre la exquisita Suite Vollard frente al Efebo de Antequera y una rotunda matrona romana( aquí el comisario ha preferido exponer las piezas en plan gabinete del XIX, en vez de exponer las esculturas exentas, en la línea de Frade en el Museo Arqueológico Nacional y el de Bellas Artes de nuestra ciudad, con un grandioso resultado), los exvotos fenicios, las máscaras etruscas, la grácil cabeza de Alejandro, frente a un bronce picassiano y una cabeza de San Juan de Dios de Alonso Cano, que recuerda a los frescos de El Fayum, las crateras griegas, las dolorosas de Pedro de Mena, que rivalizan en desgarro con una mujer escapada del Guernica («€saña y pipirigaña»), el gran barroco español con las vírgenes de Murillo, Velázquez y el crucificado de Zurbarán, en una sucesión de imágenes, que no necesitan explicación, porque ellas solas dicen «esto es Picasso y esto es España». Y el Greco, que tanto le inspiró en la transposición de imágenes para crear el cubismo. Y en su continuo investigar, buscar y rebuscar, destruir, crear, recrear, agitar, como escribió Jerzy Andrzejewski, «helo aquí que viene saltando por las montañas».

Y toros. Toros por todas partes. «Azul toro de España»€ que escribe Alberti en el mismo poema con el que comencé. Toros, que van esquematizándose en una secuencia, hasta casi diluirse, frente a los impresionantes toros ibéricos. Y dos toritos de bronce, prácticamente iguales, pero a los que separan más de dos mil quinientos años de antigüedad. Gluckman, como ya he contado alguna vez, me hizo una observación prodigiosa, durante las obras del museo: «Es el único lugar del mundo que yo conozca, en el que hay tres mil años de historia en vertical, desde los fenicios abajo en los cimientos del edificio, hasta Picasso arriba». Ahora también ocurre eso en línea horizontal.

Y en medio de todo ello, como un minotauro furioso, el genio de Picasso, destruyendo cánones y reglas, a cornada limpia de toro encampanado, mientras a la vez, en un increíble ejercicio de pureza académica, traza una línea perfecta, sin levantar ni una vez el punzón en sus grabados, porque dibujaba como los demás escribimos, es decir, llevando el cuerpo humano grabado en el cerebro, de la misma forma que nosotros llevamos grabado el abecedario. Y los rostros carecen de expresión, como en el más puro clasicismo, con perfiles griegos y ojos fijos en algún lugar desconocido, lejos de cualquier concesión a la emoción, que solamente es producida por la perfección y la belleza, como en un recuerdo a Ingres.

Todo lo que constituye el trasunto y el trasfondo del mundo picassiano está allí. Realmente parece que la Historia se hubiera visto obligada a llevar a cabo este gigantesco trabajo, para llegar al punto en el que este monstruo decide cerrar las puertas del clasicismo para siempre, a través de su propia autodestrucción. Eugenio D'Ors dijo aquello de «todo lo que no es tradición es plagio». Picasso es la más genuina y excelsa tradición española, porque los genios no copian de una forma servil, como decía Calvo Serrailler, sino que recrean y recantan la vida, que es lo que constituye la esencia del verdadero arte.

Tengo que decir, con todo respeto que algo que se afirma, tanto en las cartelas, como en el catálogo, acerca de Picasso, como originario de una sociedad rural y agraria, en mi opinión, no es cierto. Porque Málaga nunca ha sido una sociedad agraria. Nunca. Hemos sido y creo que continuamos siendo una ciudad fenicia, marítima, comerciante, cosmopolita y abierta, a diferencia del resto de Andalucía, con la única excepción de Cádiz capital, que tampoco lo es. Dos ciudades cuyos orígenes se pierden en la niebla de los tiempos y en las que no hay aristocracia, porque esta solo existe en el mundo rural. Como, por ejemplo, en Antequera y Ronda. Y lo mismo puede decirse de las otras ciudades españolas en las que vivió, La Coruña y Barcelona.

A la salida, el sonido del agua y los pájaros del jardín interior se alternaban con la sombra de los espartos de las balconadas que tamizan la intensa luz de una mañana de otoño de Málaga. Cabe algo más mediterráneo? En la plaza blanca y cubista, la higuera seguía en su sitio después de mil años.

«Y todo lo que contigo suena y consuena, España, España».