Al quitarse los zapatos, un hedor insoportable a pies lo invadió todo. Entonces dijo que estaba agotada, y que se moría de sueño. Menos mal que el chico era buena gente y que estaba más borracho que ella. Y que en menos de cinco minutos se quedó profundamente dormido en el diván de la abuela, en medio del salón. Sí, un diván precioso de los sesenta en color crudo que había heredado de su abuela materna.

Por eso él no llegó a percatarse del trauma que supuso que se descalzara, ni de la que montó ella para enderezar la situación.

«Mira que era guapo y que tenía talento. ¿Quién iba a pensar que le olían los pies?»

Hizo lo contrario de lo que hubiera hecho una criminóloga en la escena de un crimen. Lo movió absolutamente todo.

De entrada cogió sus enormes y pesados zapatos con una mano y tapándose la nariz con la otra los soltó en el balconcito que daba al patio. Los zapatos cayeron juntos de casualidad o porque la potencia de aquel olor actuaba a modo de imán uniéndolos para siempre.

Luego, encendió varias varitas de incienso y las movió por toda la casa como si hiciera una limpia espiritual. Menos mal que el muchacho seguía profundamente dormido porque poseída por el espíritu de la limpieza perdía todo su glamour.

Con gesto de suma sacerdotisa le roció de perfume de los pies a la cabeza. Luego, le tapó con una manta. Echó más perfume por toda la sala para combatir aquellas «moléculas amoníaco-demoníacas» que no había manera de aplacar y se fue a dormir al cuarto de al lado dejando una lucecita encendida y una densa cortina de humo detrás de si.

Una vez en la cama no pudo evitar sentirse algo culpable. «¿Quién tenía el problema él o ella?

Al día siguiente el muchacho seguía dormido como un tronco, así que ella se puso a preparar el desayuno haciendo más ruido de lo habitual, no fuera a ser que se le quedara plantado en medio del salón todo el santo día.

Cuando el joven despertó fue donde ella a darle un beso. De pronto, el hedor volvió a atraparla. Ella le hizo la cobra con bastante arte alegando que se le quemaban las tostadas. Siempre se le quemaban, bromeó. Menos mal que de la tostadora salió un hilillo de humo a tiempo.

Tampoco entonces se atrevió a decirle directamente que los pies le apestaban a queso podrido. Y que aquel tufo se enganchaba al café, a las tostadas, hasta a las paredes de la cocina. Y que los olores no tienen fronteras, que sólo desaparecen después de una buena ducha.

¿Quieres ducharte? Preguntó con esperanza.

No, ya me ducharé en casa, respondió él sonriente, ajeno a todo lo que sucedía.

Si quieres ponerte los zapatos, los he dejado ventilarse en el balcón. Aclaró ella, como quien no quiere la cosa.

Prefiero estar descalzo, dijo el muchacho.

Una de dos, o tenía la nariz tapada o una nula conciencia del mundo en el que vivía. «Imposible tener una relación con alguien sucio e incapaz de leer entre líneas, por mucho talento que tuviera».

Pero ella no quería herirle. Así que disimuló lo mejor que pudo, y fue cortés ofreciendo café con tostadas quemadas a la vez que gestionaba su respiración inhalando dosis ridículas de oxígeno.

El muchacho le dio su número escrito en un papelito. Se había sentido tan cómodo con ella, dijo antes de bajar las escaleras. Gracias por arroparme por la noche.

En realidad era encantador…Un encantador inconsciente que dejó su inconfundible rastro esparcido por toda la casa. Una invasión en toda regla. Entonces, abrió las ventanas y volvió a poner incienso por todas partes y metió la manta con la que le había cubierto por la noche en la lavadora. Puso un poco más de detergente que de costumbre y el programa de lavado intensivo. Y cuando escuchó el sonido de arranque de la máquina inspiró profundo y se juró a si misma que a partir de ese momento se dedicaría a la vida contemplativa.