Desoyendo a los más prudentes de su entorno, Pedro Sanchez lleva el Consejo de Ministros a Barcelona el viernes 21-D, justo un año después de las últimas elecciones, tras el choque de trenes del pasado otoño. El independentismo lo recibe enfurecido y sus radicales «buscan un muerto» al que algunos aspiran. Cuesta escribirlo, pero así de duro y extremo es. Un muerto para relanzar el procés decaído internacionalmente y volver con lo de que España es Turquía; un muerto mejor que 62 víctimas, como en la guerra de independencia eslovena en 1991 que el president Torra presenta como ejemplo a seguir, con rechazo generalizado, incluido del Gobierno de Eslovenia. Un muerto provocado por «la movilización a pesar de los costes personales», como reclamaba, y después matizó, el exconseller Toni Comín, fugado con Puigdemont a Bruselas. Un muerto, de un lado o de otro, como teme Moncloa en sus análisis internos de riesgo desde hace meses.

La ofensa que planea Sanchez resulta insoportable para la radicalidad independentista. Celebrará un Consejo de Ministros en Barcelona como si fuera Sevilla o Valencia, lo que se toma como una afrenta. Y peor aún: mostrará, según se sabe, un Gobierno dispuesto a gobernar con la aprobación inmediata de algunas inversiones y transferencias eternamente aplazadas. Eso resulta inadmisible porque retrata enfrente a un Govern, el de la Generalitat, que no gobierna desde hace años, porque está solo en lo identitario. Exactamente desde 2012 cuando Artur Mas «prefirió agitar banderas que pagar facturas» (entre ellas de servicios sociales), como dice el presidente gallego Núñez Feijóo. Después empeoró, porque Puigdemont agitó y vulneró la leyes en el Parlament. Y Torra, siempre a peor, agita ahora la calle y anima a apretar a los Comités de Defensa de la República. Pero nada de gobernar.

Las voces más sensatas de Cataluña tratan de evitar ese segundo choque de trenes que se viene buscando. «Vuelvo a ver pilotos al volante de coches sin frenos, como en octubre del 17», lamenta el periodista Jordi Evole. «Quien diga que Sanchez es como Rajoy es que ha perdido la memoria o el juicio», escribe el director de La Vanguardia, Marius Carol. Nos confiesa su tristeza y su desdén Joan Manuel Serrat que cree que «de todo esto no sale nada, hace falta que dos quieran, tanto para hacer política como para follar. Yo no veo dos». Y hasta el diputado de Esquerra Republicana Joan Tardà, en sintonía con el líder encarcelado Oriol Junqueras, advierte de que la República no se construye con pasamontañas. Pero cuando la calle se incendia por encapuchados y la policía catalana los persigue, el president Torra la desautoriza, como pasó hace unos días. Acto seguido los encapuchados cortaron una autopista quince horas a placer, o abrieron sus peajes buscando simpatía entre los automovilistas.

En ese escenario de tensión se reunirá el Gabinete. Sanchez se la juega. Puigdemont pide que la reunión sea entre los dos Gobiernos, el de España y el de Cataluña. No se acepta porque lo de Barcelona del viernes no es una cumbre entre países, sino un acto legítimo del Ejecutivo en territorio español, que le puede costar de dos a cuatro años de carcel al que lo impida, según el Código Penal. Cumbre no, pero reunión con Torra sí; primero la rechazó y después «ya veremos». Recordemos que Torra es el representante del Estado español en la Comunidad Autónoma Catalana y lo será mientras aquí haya autonomías y no se supriman, como propugna Vox y algunos de los que comparten eso con Vox desde otras fuerzas. El presidente del Gobierno español de visita oficial en Barcelona debe pedir esa reunión y así lo ha hecho por carta su vicepresidenta, Carmen Calvo, indicando solo que sería conveniente, no implorándola por los Presupuestos, como difunde la extrema derecha. Que allí Torra hable de autodeterminación no tendrá más trascendencia porque la respuesta ya se la ha adelantado Sanchez: «Cualquier diálogo y avance en el marco de la Constitución». Al límite.