El kiosko de la ONCE de calle Atarazanas es uno de los lugares de paso más concurridos de las mañanas malagueñas. Por allí, miles de pacos y maris pasan entre que van y vienen a hacer los recados; miles de guiris van por aquello de querer sentirse como un malagueño y ese turismo de inmersión que tanto gusta.

En una de estas que pasa uno por allí en la moto, salí de mi universo para fijarme en el vendedor de cupones que esperaba sentado dentro del cubículo. Algo que me había pasado siempre desapercibido. La portezuela, abierta de par en par y dentro, mirando hacia el paso de peatones, un torero. Citando desde lejos, por si alguno se arrancaba, con medio cuerpo fuera del kiosko, allí estaba el vendedor. Valiente, sin nada que perder.

Y es que el Centro tiene una interesante nómina de vendedores. Hay otro que te entra casi sin querer: «¿Quieres 35.000 €?», ¿quién dice que no a una oferta así?, tiene guasa y conversación y va por ahí con uno de esos vehículos adaptados bien tuneado. En estas fechas tiene que estar vendiendo cupones como loco con tanta comida de empresa por las calles. Son estos personajes del día a día, a los que pones cara y voz por su reiteración, los que a veces hacen del Centro un sitio con un mínimo resquicio de humanidad, una ciudad con una mijita de alma. Como el camarero de La Martina, que lo he visto en veinte bares distintos; porque los soldados nos conocemos en la guerra.

Vivir en el Centro es una especia de batalla diaria por la supervivencia. Y ahí seguimos, intentando que no se nos muera más gente del bando de los buenos.