Anselmo Ayala despertó de noche encima de una nube y comprobó al mirar a la tierra que la Navidad ya había pasado. No había luces. Peinó sus intenciones, se puso la camisa de la melancolía, escogió zapatos de poeta y bajó a dar una vuelta. Fue una vuelta a oscuras. Una vuelta de enero frío. La Navidad había pasado y él se la había perdido. Quiso asistir a la sonrisa de su sobrino. No pudo ser. Le habría gustado ser espectador del rostro de su hija al comprobar que él volvía por Nochebuena. No, no pudo ser. Pasó ya la cena del 24, con su tarde previa de trajín familiar, cocina llena, niños que corretean, champán que corre. Pasó también el día de Navidad, los turrones y el rito de decorar el árbol. Cuando era niño le gustaba colgarle al abeto figuritas de animales. Un zorro, un lobo, un dinosaurio, un león. Dónde habrán ido esas figuras. Anselmo Ayala despertó y la Navidad ya había pasado, la Nochevieja había pasado, el Año Nuevo se había evaporado. No hubo uvas. Pero él quiso bajar a comprobar los efectos de la Navidad pasada. No recordaba cuando había sido inducido al gran sueño. Tal vez el 21 de diciembre. Quizás más tarde. No recordaba el soniquete del sorteo de la Lotería, del 22 de diciembre. Se había perdido la Navidad, los anuncios, las apreturas, la iluminación de su ciudad, la noche de Reyes. Podía contar su vida en primaveras, en veranos, en reyes de su país o en papas de Roma, pero no en Navidades. Porque le faltaba una. No supo donde reclamar. Quería sus besos y nevadas, los mazapanes, un gorro rojo de lana, un paseo culminado con un chocolate. El roscón, los besos en la mejilla del amigo que vive lejos. Quería leer el cuento de Navidad de su columnista favorito, quería ver enamorados levitando y bufandas con vida propia. Sonetos en los periódicos. Caminó tanto a oscuras que se hizo la luz. Luz natural, de enero, cielo limpio, aire que el aliento corta. Trasiego de oficinistas, la rutina circulando por las aceras. Los tanques de la normalidad vigilando los domicilios. Gente vestida de gris en vehículos eléctricos de color negro. Las cabinas para inducir al gran sueño habían sido pintadas de rojo. Fue entonces cuando recordó a su madre, aquella vez en la que él, siendo muy niño, le dijo que la querría siempre si lo llevaba a conocer el mar. Tal vez sería un buen día para llevarle flores.