Dicen que el dinero no la da la felicidad y sin embargo hoy es el día más ilusionante del año en nuestro país. El día en el que te puede cambiar la vida, y siempre para bien. En teoría. El día en el que una serie de cinco números puede sacarte de la rutina, mandarte de viaje a la otra parte del mundo, darte un capricho en forma de coche, langosta o apartamento de inmejorables calidades en una zona en expansión de Málaga capital. Hoy es el día del sorteo extraordinario de la Lotería de Navidad y esta mañana, quizá en estos momentos, en variopintos lugares de la geografía española (porque el premio siempre está muy repartido), se desbordará la alegría, correrán lágrimas de felicidad y se descorchará de forma extraordinaria champán, y a raudales.

No he tenido nunca la fortuna de ser protagonista de estas escenas que hoy y el 6 de enero con el Sorteo del Niño se repiten año tras año pero me paro a pensar cuál sería mi reacción, cómo de loco me volvería y en qué me gastaría el dineral o el dinerito que me hubiese tocado y, en ninguno de los casos, mi estado anímico podría calificarse de felicidad total y absoluta. ¿Cuánto dinero hace falta para arreglar lo que no funciona? No, no me estoy poniendo filosófico, ni estoy fardando de que a mí el dinero me la pela. Que la pela es la pela y por lo menos una Thermomix y una suscripción a Netflix caerían, pero no bastarían para solucionar lo que está roto. Mucho dinero no garantiza que lo que molesta desde hace meses deje de molestar; que lo que se hace mal a diario se organice, se replantee y se haga bien de una vez por todas; o que se preste atención a lo que realmente importa a la gente en vez de a lo que acaba resultando una foto, una instantánea, de un apretón de manos de mala gana. No, miles de euros no acaban con las imágenes de un barco de Salvamento Marítimo entrando a puerto con cuerpos sin vida cubiertos por sábanas y otros ateridos por el frío, con los ojos muy abiertos, queriendo mirar con ilusión pero transmitiendo la desconfianza que ven reflejada en los ojos de esas personas que, detrás de la Cruz Roja, les miran con desprecio. Y ni todo el oro del mundo serviría para que Laura, Diana o quien sea puedan salir a correr o volver de una juerga sin miedo y sin mirar hacia detrás cada vez que oigan un ruido. No, hay cosas que el dinero no puede solucionar.