Siempre esperamos la navidad para amarnos un poco más en la casa y en la calle. De blanco y de rojo los abrazos, los besos, las miradas, las risas y las paces. Todos queremos -con mayor o menor franqueza- detener las hostilidades, templar la desazón, llenar de calor el aristado frío en la boca del estómago, abrigarle al corazón la ausencia que aflige, arrebatarle a la tristeza ese gris destemplado en los ojos. Es lo que la tradición de nuestra cultura nos ha inculcado desde la infancia adornada de luces, de campanillas, de canciones de peces felices y de ángeles vestidos de pastores con zurrón, bufanda y pañuelo. No falta en ninguna casa la escénica teatralidad de árbol al que todas las familias y sus manos le han ido colgando el destello esférico de un sueño, de un deseo, de una esperanza. Los pájaros que cada año anidan entre sus ramas, en tecnicolor parpadeante y antaño en aroma verde talado a escondidas o prestado por ecologistas con la promesa de devolverle las raíces al bosque, y dejar que sea una estrella de verdad la que en su punta claree la medianoche.

No hay navidad en la que no esperemos que suceda un milagro en cada persona y en las difíciles circunstancias; que nadie muera con toda la vida por delante o con la soledad de los años apagados al otro lado de una puerta a la que nadie llama. Nadie quiere en estas semanas de diademas coronando las avenidas o de bóvedas con 2.630 cordones de microles y 34 pórticos con ventanas, vidrieras y rosetones tipo catedral, como la de la calle Larios -que atrae autobuses de la provincia y de las cercanas-, despertarse en un escenario de fantasmas. Aunque su invisibilidad en vuelo a través del tiempo signifique poder corregir un equívoco del pasado y aprender del futuro a gozar un presente más generoso y solidario. Toda la angustia a tamaño humano, igual que los muchos miedos frente a los que meditamos, callamos o combatimos, intentamos que se queden fuera de estos días que empiezan mañana a mesa y mantel, con regalos de Papá Noel, sidra, cava o champagne bajo el brazo.

En el espejismo de la navidad todo se permite. Incluso los afectos de bisutería. Esos que los anuncios de bancos, compañías de seguros y empresas de electricidad nos aproximan con eslóganes echándonos el brazo por encima, si necesitamos de ellos tan a mano y entregados a escuchar para que nada nos falte. Con esa misma seducción ficticia de frases hechas, de voces y sonrisas que interseccionan con nuestros anhelos y mejillas -en ese leve roce en el que enseguida sabemos que se desvanecen- nos ofrendan buenas intenciones y momentos de dicha los enemigos reconocidos, los hipócritas de siempre, aquellos a los que no les importaremos cuando el invierno llegue. Es el rito con el que casi nadie deja de usar el antifaz de la edulcorada mentira, el de la conquista que aprovecha siempre la embriaguez natural de la festividad que libera en espumillón y dorado las emociones más secretas y despeinadas.

Es lo que tiene la navidad. Menos para los que estas semanas no están para nada ni para nadie. Les sucede a los allegados a la violación y al asesinato de Laura Luelmo. Qué difícil pensar cómo afrontan una madre, un padre, una hermana, un novio, lo sucedido -una despreciable y dolorosa vez más- a una mujer a plena luz de su libertad; en medio de un instante cotidiano que de repente alguien parte en dos, sin un rasguño de culpa. Y en cómo una madre, un padre, una hermana, un novio superarán esa amputación violenta de la carne y del corazón. De todas las promesas al alcance de la juventud con la que se construye la vida que se ha crecido con amor desde el vientre hasta la edad de ser independiente. Hemos visto en otros casos a los huérfanos de la persona asesinada muertos en vida, rehenes sin fecha de caducidad del dolor que a diario les muerde por dentro. Nunca el deseo, la lujuria, la dependencia emocional, el amor obsesivo, la marginación, la enfermedad o la ceguera de la conciencia, podrán justificar que un hombre sea un lobo feroz al acecho de una mujer con derecho a no tener miedo en ninguna hora ni camino. No tendríamos que celebrar que un servicio de autobuses, como el de Vigo desde hace meses, facilite a sus usuarias femeninas bajarse lo más cerca posible de su casa, en lugar de tener que apearse en la parada correspondiente. Ni asumir que la violación de una mujer sea un asunto semántico y de supervivencia para un juez del siglo XXI. No están para navidad las familias de Diana Quer, del pececito Gabriel, de Anabel Segura, de Louisa Vesterager Jespersen y de Maren Ueland degolladas en el Atlas de Marruecos y filmadas con un móvil por unos terroristas espontáneos del Estado Islámico, entre otras muchas a las que les han descosido la vida o hurtado su futuro.

No habrá villancicos tampoco para las gentes que reconstruyen sus casas en los pueblos arrasados por los caballos desbocados de las lluvias de otoño, encomendados a las ayudas de las administraciones que se demoran o nunca llegan, igual que las del terremoto de Lorca de 2011 sin cobrar todavía. No escuchan los gobiernos los gritos del cambio climático que nos advierten sobre un inhóspito futuro. No es suficiente acordar un texto en Katowice con el que Naciones Unidas pretende evitar que la temperatura media del planeta aumente más de dos grados a finales de siglo, cuando Estados Unidos, Rusia, y Arabia Saudí continuarán torpedeando el acuerdo en beneficio de sus millonarios negocios. De poco sirve la reducción obligatoria, acordada por la UE, de las emisiones de CO2 del 30% en 2030 respecto a los niveles de 2019.

No sé que tiene esta navidad que la presiento como un canto del cisne en suspense tenso, aplazado en frágil equilibrio hasta el pie de la cuesta de enero. Incierta, dura, en frontera de doble filo en Andalucía, en Cataluña, en este país que vuelve a ser un amargo cáliz. Nada hemos aprendido de ese desgarrado y humano poema de César Vallejo -reeditado en forma de libro de autor como bello regalo por Ferrán Fernández de Luces de Gálibo y con un texto interior en rojo y negro narrado plásticamente por Rafael Alvarado con mirada de Goya- que sigue pidiéndonos desde su vanguardia de los años treinta: “¡Cuídate España de tu propia España/ de tus muertos, de tus héroes,/ del que la niega tres veces/ del futuro que te aguarda”. Qué poco valoramos la cultura para progresar y defendernos, el caso de estos versos que deberían promover una seria reflexión, ciudadana y política, acerca de dónde poner España para que nuestras manos no vuelvan a romperla otra vez del todo entre nosotros. Cada vez nos acercamos más a consumarlo, con la democracia al borde del acantilado, acosada por el vocerío de las patrias negándose entre sí y dejándose enervar por las emociones que todo lo inflaman, sin permitir la razón, el diálogo ni el consenso.

Es preocupante la realidad que nos discordia, y en la que cada posición se enquista belicosamente contra la otra. Da vergüenza y miedo que las soluciones se exijan con las vísceras sobre la mesa, obviando escuchar a la cordura desligada del corazón y del estómago ideológico que todo lo emborronan. Rechazo como republicano una República basada en la exclusión con ADN, en la violencia del rostro embozado contra el periodismo y quienes no participan del discurso ni de los métodos de un ideal que se ha contaminado mucho de odio. Disiento de sus justificaciones, lo mismo que de las que avalan a una ideología que reclama la derogación inmediata de la memoria histórica, de la igualdad y de la violencia de género en favor del fervor religioso, la escopeta al hombre, el campo a sus anchas. No vienen Magos por el horizonte y campana sobre campana y sobre campana, la marimorena se está gestando.

Nadie hablará de estas tempestades de enero durante la calma navideña, en la que les deseo que el viejo cuento de Dickens no les despierte ningún fantasma, y que sea verdad, al menos por unos días, que la felicidad está con nosotros.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es