Tengo la insana costumbre de madrugar mucho, demasiado. De hecho, raro es el día que no empiezo la jornada viendo una película en la creciente claridad del amanecer, ese momento en que todo está en calma y se anuncian las primeras luces del alba. Silencio absoluto, quietud, café recién hecho y el resplandor azul de la televisión. No necesito más. Luego la película termina, The End, la vida irrumpe con su cotidiana y ruidosa insolencia, con su violenta actualidad, y las obligaciones empiezan de nuevo.

Ayer le tocó el turno a El hilo invisible (Universal Pictures, 2017), la tediosa cinta con la que el galardonado Daniel Day Lewis se despidió del cine. Aquí interpreta a Reynolds Woodcock, un excéntrico y maniático genio de la alta costura británica en los años 50 que esconde enigmáticos mensajes en las entretelas de los mejores vestidos de la exquisita sociedad londinense. Su sello es la exclusividad. Por salvar algo de la peli me quedo con la escena en que una aristócrata ricachona encarga a Reynolds el vestido para su enésima boda, con un cazafortunas dominicano esta vez. La celebración posterior al enlace es tan vergonzante que acaba con la acaudalada señora borracha como una cuba, espectáculo lamentable, y perdiendo el conocimiento ante la vista de todos. Esto enfurece tanto al modisto que obliga a su ayudante a quitarle el ropaje a la vieja borracha. Si vistes una creación del atelier Woodcock, dice la auxiliar mientras se lleva el vestido, debes comportarte a la altura de tan majestuosa pieza. Según el diseñador, cada señora es un escaparate de su buen hacer, una muestra viviente del arte al que ha consagrado su vida y, lucir el diseño sin respeto, es tanto como escupir sobre su legado.

Esa parte del metraje me rondó la cabeza casi toda la película, cavilando estuve sobre cómo han cambiado los tiempos, porque ahora, los vulgares y los horteras, son quienes visten de pasarela. Niños ricos, putones verbeneros, machotes de quita y pon, cantantes de moda, futbolistas de élite, tertulianas chabacanas, y demás ejemplos de supuesto éxito se enfundan en seda, pero mona se quedan. Y ahí, justo en ese instante de mí discurrir, es cuando entendí a Reynolds Woodcock.

Dónde han quedado la prestancia o los buenos modales. Cuándo perdimos, en definitiva, la honestidad entre continente y contenido. Empezamos por disfrazarnos de lo que no somos, por el camino perdemos las formas y, para cuando queremos darnos cuenta, hemos sucumbido al hábito sin ser monjes. Hombres ricos y a la moda hay muchos, señores hay pocos; que dijo el dramaturgo Sándor Márai. Versión masculina de otra sentencia contenida en una película memorable: Viste vulgar y sólo verán el vestido, viste elegante y sólo verán a la mujer.

Y que nadie me venga con la cantinela de la libertad personal, que lo importante reside en el interior de las personas, que la etiqueta es una imposición social, y el resto del absurdo relativismo que todo lo disculpa, todo lo permite, todo lo perdona. Si te vistes de una cosa eres esa cosa. Lo contrario es mentirnos a los demás, engañarte a ti mismo. Me parece bien que vayas de dandi, de pijo, de hipster, de millennial, de heavy, de poligonero, de tirado, de rancio, de señorito, de clásico o de lo que te dé la gana. Allá cada quién. Faltaría más. Sólo te pido una cosa, que lo lleves con dignidad, con sinceridad y con entereza, porque, créeme, nadie va a perder su precioso tiempo en pelar las capas de la cebolla para descubrir que, bajo esos kilos de gomina, triple revestimiento de maquillaje, barba descuidada o chándal neón de macarra, hay un ser encantador y competente. Hacerte pasar por lo que no eres causa mucho daño a los que sí lo son.

Corren tiempos atribulados y contradictorios, nada es lo que parece. Tenemos algunos filomarxistas que visten de mercadillo y residen en chalets de lujo, demasiados rateros con gemelos y nudo Windsor, montones de demócratas con pasamontañas y cóctel molotov. Y lo que es peor, lo más deleznable de todo: nos sobran asesinos que se disfrazan de hombre.