Este verano, una amiga de mi hija que estaba trabajando en un hotel de Estados Unidos conoció a un chico negro que trabajaba en la cocina. En septiembre, cuando terminó su trabajo en prácticas, esa chica española -estudiante, 20 años, sin gran experiencia de la vida fuera de su casa de clase media alta- se fue a ver al chico de la cocina, que ya había vuelto a su tierra, Texas. Mi hija no sabe si lo hizo por amor, por curiosidad, por ganas de divertirse o por un poco de todo. El caso es que esa amiga se gastó casi todo lo que había ganado en el hotel y cogió un bus y luego un avión y se cruzó medio país hasta que se apareció en Texas, donde la estaba esperando el chico negro. Y en un coche, además. Sólo que el coche no estaba vacío: dentro había tres amigos. «Tenemos algo de dinero, así que nos vamos a recorrer Texas. ¿Te vienes?», propuso el chico. La chica, sin pensárselo, dijo que sí. Todo fue bien hasta que uno de los chicos se sacó una jeringuilla y empezó a chutarse en el coche. Luego otro se sacó una pistola y comprobó si estaba cargada. La chica descubrió -demasiado tarde ya- que aquellos chicos eran pandilleros que se dedicaban a trapichear con la heroína. Todos habían tenido problemas con la policía.

Asombrosamente, la chica vivió su experiencia sin sufrir un solo rasguño. Los amigos de su amigo la trataron muy bien y la aceptaron en su grupo. En el fondo les hacía gracia que una chica blanca y pija -es decir, una stupid honky bitch a ojos de un afroamericano conflictivo de Texas- se hubiera unido encantada a su grupo. La chica incluso se lo pasó bien recorriendo Texas con aquellos pandilleros. Al final todo salió bien, aunque eso no es lo normal en una situación así. Cualquiera que conozca Estados Unidos sabe lo fácil que resulta acabar atrapado en un tiroteo si uno se pasa una semana en el coche de unos 'gangsta' que venden heroína.

¿Por qué cuento esto? Pues porque mi hija no podía entender que su amiga se hubiera metido en aquella historia. ¿Cómo era posible que aquella chica no se echara atrás al ver a los colegas de su compañero de trabajo? ¿Y cómo no se buscó una excusa para escabullirse como fuera de aquel grupo de pandilleros que vendían heroína y llevaban pistola? Pero al mismo tiempo, cuando me decía que su amiga se había comportado como una cabeza hueca, estaba claro que mi hija sentía una cierta envidia de su amiga. Esa amiga se había atrevido a hacer algo que ella no se habría atrevido a hacer. Por supuesto que eso le podría haber salido muy caro -un tiroteo, una violación y Dios sabe cuántas cosas más-, pero aquella chica lo había hecho y encima había salido bien parada. ¿Qué chica blanca puede contar que se ha recorrido Texas en el coche de unos pandilleros negros que trapichean con heroína?

Esa chica se metió de forma irresponsable en una historia muy peligrosa, pero al final salió bien parada, e incluso orgullosa de haberlo hecho. Y en cambio, una profesora que vivía en un pueblo tranquilo de Huelva y en uno de los países más seguros del mundo -las estadísticas lo demuestran- sufrió una terrible agresión sexual y acabó asesinada de forma atroz por uno de sus vecinos. Por un sujeto, además, que ya había cometido otros asesinatos y que acababa de salir de la cárcel y que era conocido por todo el mundo.

La vida tiene estas cosas. Los pandilleros de Texas y el vecino de la profesora asesinada compartían una pésima educación, unos pésimos hábitos de conducta y una pésima visión del mundo -machista, sí, pero también violenta y chulesca y alterada por las drogas-, aunque al final unos se portaron como unos caballeros con aquella chica casi desconocida, y en cambio el vecino de la profesora acabó comportándose como el monstruo que ya había sido otras veces. Hay quien habla de educar a los monstruos, pero nadie sabe si es posible educarlos. Es curioso que sepamos más cosas sobre las ondas gravitacionales del universo que sobre los complejos mecanismos que llevan a un hombre a agredir y a matar a una mujer. Hablar de machismo y de violencia puede explicar algunas cosas, pero tampoco lo explica todo. Hablar de educación -o de falta de educación- tampoco lo puede explicar todo. Y hablar de políticas públicas feministas -¿pero cuáles?- tampoco lo explica todo. En la Rusia soviética, donde existía la pena de muerte y el Gulag, un asesino en serie como Andrei Chikatilo pudo cometer 70 asesinatos. Los pandilleros de Texas eran probablemente machistas y violentos, pero trataron la mar de bien a una chica a la que podrían haber hecho picadillo. Y en cambio, aquel vecino de un pueblo tranquilo hizo picadillo a una profesora por razones que nunca acabaremos de entender. Y lo que más nos confunde, lo que más nos impulsa a la desesperación y a la rabia, es que nunca sepamos por qué ocurren las cosas, sobre todo nosotros, los europeos que creemos vivir en un mundo seguro en el que lo tenemos todo bajo control.