Uno de los efectos más desagradables que ha ocurrido con Podemos es que determinadas aspiraciones y demandas de la izquierda deben ser prudentemente pospuestas. Por ejemplo, la república. Hoy, como hace treinta años, creo que sería conveniente que se pudiera elegir la forma del Estado, pero si de mí dependiera, pospondría la consulta unos años, unos lustros, quizás unas décadas. No, no quiero una república porque la meta de fuerzas como Podemos o su muleta, Izquierda Unida, no consiste en fundar una república, sino en desmontar la democracia parlamentaria y reconfigurar el sistema de derechos y libertades bajo los patrones de una suerte de leninismo posmoderno. Las campañas antimonárquicas de esas izquierdas no tienen como objetivo central no tanto implantar una III República como acabar con un sistema político definido por la separación de poderes, el parlamentarismo y el pluralismo ideológico y cultural. Son republicanistas tácticos muy desafectos a los verdaderos valores republicanos.

Así que, gracias a la gentileza de pablistas y albertistas habrá que aguantarse y seguir conllevando la democracia parlamentaria con un rey que, todo sea dicho, carece de cualquier poder ejecutivo, lo que no es un disparate sino, precisamente, lo contrario: el monarca solo guarda funciones simbólicas y arbitra y modera el funcionamiento de las instituciones del Estado tal y como establece la Constitución y no como el quiere, por supuesto. Lo que se me antoja alarmante, cuando no vergonzoso, es escuchar las críticas derogatorias de los discursos del rey cada vez que Felipe VI abre la boca. Muchos republicanos -veteranos y sobrevenidos- están decididos a no entender de ninguna manera la Constitución o el funcionamiento de una monarquía parlamentaria en la Europa del siglo XXI, y se sientan cada Navidad frente a su televisor con la sonrisa irónica, los ojos inyectados en sangre o la dispepsia a punto de conquistar su esófago. El único discurso que serían capaces de aplaudir quedaría algo muy similar a esto:

-Represento una institución indigna de una democracia avanzada, un decrépito fantasma del pasado, una ruina política indescriptible, un régimen casposo y ruin, una calamidad cargada de oro y oropeles, un insulto deliberado a la inteligencia de todos ustedes...

No creo que ni siquiera eso fuera suficiente. El Rey no puede ni debe meterse en política: en todo caso, recordar y comentar el respeto debido a los valores constitucionales y al cumplimiento de las leyes. En un apunte de sus diarios, Manuel Azaña, jefe del Gobierno entre 1931 y 1933, harto de las interferencias e intemperancias de Niceto Alcalá Zamora, presidente de la República, escribe enfurecido: «Don Niceto parece no entender que, como jefe del Estado, no le corresponde ya no hacer política, sino hablar de la política del Gobierno o de la oposición en absoluto». El presidente de la II República no era elegido por sufragio universal y, sin embargo, sí disfrutaba de mayores poderes políticos que Felipe VI, que ha hecho su trabajo con bastante tino y discreción. Mejorar sustancialmente la calidad política, institucional y social de la insuficiente democracia española no tiene como condición previa, necesariamente, la supresión de la monarquía. Especialmente cuando no existe algo ni remotamente parecido a un consenso sobre las características, horizontes y límites de una nueva república.