Decía George Steiner acerca de la fragmentación lingüística que cada lengua expresa la identidad y la experiencia a su propia manera, irreductiblemente particular. También añadía que «el espacio, que es un constructo social no menos que neurofisiológico, se cartografía e inflexiona lingüísticamente». De otro modo: los idiomas reflejan las necesidades de cada pueblo. Por ejemplo: aunque la idea de que los inuit tienen cien palabras diferentes para el concepto «nieve» es una leyenda urbana, es cierto que el ruso, el idioma de las inacabables estepas, posee el vocablo ??????? (pronúnciese «prastor») para referirse a un vasto espacio abierto.

Los malagueños, que vivimos asentados entre estrechos valles fluviales y a lo largo de una angosta franja litoral, no tenemos una palabra equivalente para dicho concepto geográfico, que no sólo nos es ajeno sino que parece provocarnos repulsión. Sí que utilizamos profusamente la expresión «como piojos en costura» para comunicar nuestra querencia por los espacios constreñidos y con una afluencia multitudinaria de personas. Este hecho explicaría el fenómeno de la calle Larios en Navidad o la manera sistemática con la que colmatamos sin piedad cualquier resquicio de espacio libre, bloqueando hasta las visuales más bellas. También es un reflejo de la inexplicable mansedumbre con la que admitimos desaguisados como el de Hard Rock café en Muelle Uno y los que lo precedieron, o la ristra de chiringuitos-barrera que en su día plagaron el paseo marítimo de levante. Al parecer no soportamos un espacio abierto: miren si no cualquier terraza de un bloque de pisos escogido al azar. No sólo se trata del ámbito de lo público.

Esto no puede ser casual. He aquí un caso de estudio para la Antropología evolutiva.