Distamos mucho de ser Islandia, después de leer los méritos que atesoran: Nochebuena lectora, gastronomía capaz de poner del revés el estómago a una hiena y fuente inagotable de bulos para trufar las redes sociales de la mano de meridionales bienpensantes para los que todo lo que viene del norte es bueno, aunque sea la gripe. Ardo en deseos por conocer cómo celebran la Nochevieja, si es bebiendo lejía mientras recitan alguna saga, si discutiendo con la tele porque el familiar más cercano está a tres glaciares de distancia o comiéndose a pellizcos un tiburón en avanzado estado de putrefacción, si esa fuera la tradición para un año lleno de felicidad. Y nosotros, pobres ignorantes, a lo nuestro, con esa alegría infantil tan poco meditada, falta de reflexión, profundidad y cianuro.

Arrastrados por la resaca de NochebuenaNavidad, y con restos y preparos como para alimentar a las hordas de Gengis Khan, encaramos el segundo tercio de las fiestas con el mismo ímpetu insensato, rodando en pista para el nuevo comamos y bebamos que mañana moriremos. De nuevo, las mesas, las casas, la gente y el ambiente, los mejores deseos, los brindis y los besos; rituales paganos para conjurar lo malo y aguardar un año que triangule salud, dinero y amor, con la abuela presidiendo la mesa con las mejillas coloradas por las dos copas de Solera. Qué simples somos.

Yo había pensado en esta Nochevieja cenar mal y tempranito, esperar a que dieran las doce leyendo las Memorias de Ultratumba de Chateaubriand y mirar con una mezcla de condescendencia e indisimulado desprecio a quienes convierten el pase de año en una fiesta que va de risas y lágrimas, de homenaje a los caídos y de salvados por la campana, con ruido y lio, pero no me sale. Espero que a todos ustedes tampoco y que entre todos sobrellevemos esa decepción.