Pensaba estos días en un maestro que tuve en mi colegio, el añorado Arturo Reyes. Nunca me dio clase, pero lo veía deambular por los pasillos con una egregia barba negra y unos ojos encendidos por el andalucismo. ¿Por qué lo sé? Porque celebrábamos el día de la comunidad, el 28 de febrero, como si fuera la jornada más importante del año y porque trataba de hacernos comprender, aun cuando no alcanzábamos los diez años de edad, la importancia de la etapa política que se había abierto en el país hacía tan sólo una década, con la Constitución del 78 y la restauración de la democracia interrumpida el 18 de julio del 36 por los cañones de guerra. No eran charlas de adoctrinamiento político, sino que nos acercaban al bullir legislativo de aquellos días hoy luminosos, y nos hablaban, a veces incluso algunos diputados, de Blas Infante y del enorme esfuerzo que había hecho el pueblo andaluz, como sigue ocurriendo hoy, por salir de la miseria secular en la que nos tenían postrado los señoritos a caballo y las clases dirigentes. Pienso esto hoy, en esta Navidad ya adulta, porque me acaba de nacer un sobrino, el segundo, que se llama Daniel y reflexiono sobre a qué Andalucía viene el retoño y qué posibilidades puede brindarle una comunidad que, como el país que la acoge, es en ocasiones algo más parecido a una madrastra que a una tierra de oportunidades en la que los jóvenes pueden cumplir el sueño de los seres humanos de todos los siglos: poder vivir en paz con un trabajo decente y bien pagado, algo esencial para el desarrollo de la persona. Fuera del intercambio político y de las peleas dialécticas de las trincheras, y aun cuando es difícil comprender cómo acabará la crisis catalana gracias a la nefasta gestión de unos y otros y del discurso racista y loco de Torra y los suyos, me pregunto qué le ocurre a mi tierra, por qué es incapaz de subirse, gracias a los aires de cola, al tren del progreso, por qué siempre hemos de estar mendigando salarios y trabajos dignos, cuál es la causa de que haya tantos tipos viviendo del cuento y otros tantos tratando de ganarse el pan para seguir malviviendo con salarios de miseria. Y pregunto, porque me es difícil comprenderlo, por qué no ha cuajado nunca, más allá de las andanzas del Partido Andalucista de la primera hora, una formación regionalista de carácter progresista capaz de embridar las ilusiones del pueblo andaluz y desarrollar una alternativa de gobierno alejada del nacionalismo y muy cercana a la concepción solidaria de lo que de Despeñaperros para abajo siempre se entendió por patria andaluza, inexplicable hoy desde el krausismo que quiso imprimirle su creador, pero sí cercana en el espíritu de concordia y progreso educativo, social y sanitario de una tierra que es dulcemente peligrosa, porque muchos optan por seguir aquí contemplando la inercia autodestructiva de su tierra desde la orilla de sus privilegiadas playas. Va siendo hora ya de que esta tierra ingrata y llena de posibilidades brinde a Daniel y a otros tantos niños que acaban de nacer el futuro que se merecen.