Las navidades son verdad, aunque en ellas no haya casi nada verdadero, salvo remotos recuerdos que viajan por el tiempo liofilizados y resucitan a la medida de distintos hábitats, con toda la grandeza de un kitsch. Para entenderlas se puede ir a la mínima expresión del desplegable, y ahí, en clave paródica, estaría entre otras una escena de Falconer, quizás la mejor novela del gran cuentista John Cheever, en la que el kitsch es una foto de cada preso junto a un árbol de Navidad, en la cárcel, para enviar a la familia cuando lleguen las fiestas, aún lejanas. Aunque el narrador apostilla que «la alegría de la Navidad siempre es a costa de los pobres de corazón», la ceremonia de la foto ha servido para aplacar un motín en ciernes. Asi son las cosas, de frágiles, de inconsecuentes, así somos. Ficciones, que, no obstante, pueden ser ficcionadas en modo de orgullo, y hasta de dignidad.