Opino que en la vida casi todo merece ser compartido. Especialmente, los casos y cosas que toman una naturaleza de rareza que difícilmente se repetirá a lo largo de una existencia. Tal es el caso de lo que me sucedió la madrugada de ayer:

Cuando desperté, mi reloj despertador marcaba las treinta y tres mil trescientas treinta y tres del día uno de enero, es decir, las tres horas, treinta y tres minutos, treinta tres segundos de la primera madrugada del año. Salía sobresaltado de un sueño, digamos, críptico-surrealista... En el sueño yo caminaba hacia un destino definido, pero sin rumbo establecido. Ora ambulaba con la exactitud de un experto navegante, ora deambulaba, con dejadez, vaiveneado por la mar de leva del bullicio, que era mucho.

La calle era toda una exposición universal del sapiens. Gentes y personas lo llenaban todo, excepto una zona ajardinada, a mi derecha, menos concurrida, en la que algunos canes paseaban a sus humanos. Daba gusto ver la sincronía de cada perro y su humano, y la inmediatez en la respuesta de estos a las instrucciones de aquellos. De entre todos, llamo mi atención un espectacular ejemplar de pastor alemán cuya estirpe debía ser, como mínimo, de los Von der Wienerau, a mi entender la línea de sangre más depurada en esta raza de perros. Su impresionante y noble presencia me recordó a un amigo leal ido prematuramente hace años.

Delicioso fue contemplar cómo Saíle, el can, se dirigía a su humano, Arturo, y cómo este respondía con acendrada inmediatez a la instrucción recibida. Impresionante la autoridad y el intencionado tono del ladrido del can dirigiéndose a su humano: hier, y el humano se le aproximaba con presteza; fuss, y el humano se le pegaba a su pata izquierda; sitz, y el humano se sentaba; platz, y el humano se tumbaba; bleib, y el humano permanecía inmóvil allí donde estuviere, atento a la próxima instrucción del perro. Todo un recital de disciplinada obediencia y de colaboración a ciegas.

De pronto, como solo ocurre en las ensoñaciones, por arte de birlibirloque me encontré en otro escenario, igualmente abarrotado. Un escenario solo ocupado por sapiens, esta vez, sapiens de todas las tallas, complexiones y colores. Deduzco que entre aquellos sapiens habría sapiens perros, pero canes no había ninguno. Gentes crecidas hacia fuera, había a montones. Personas crecidas hacia adentro, apenas unos exiguos manojillos.

Aquel nuevo escenario era una sala gigantesca. Casi noventa mil kilómetros cuadrados de superficie, me dijeron. Es decir, como toda la extensión de Andalucía. En su puerta rezaba Sala de Pactos, pero, o algún graciosillo de rotulador fácil había «retocado» el letrero o el letrero fue fabricado erróneamente y mientras llegaba el nuevo letrero lo habían corregido a mano. Lo cierto es que la ce de pactos estaba retocada manuscritamente y convertida en una afectada y artística ese, con lo cual la gigantesca sala en aquel momento decía ser una Sala de Pastos, del verbo pastar. En mi vida, jamás, nunca, había visto tanto personal reunido pactando y/o pastando a todo meter. Evidentemente, no todos los reunidos pactaban y/o pastaban a la vez entre ellos, sino que el gentío estaba dividido y subdividido en grupos y grupúsculos pactantes y/o pastantes, interpreto que unidos por afinidades y/o por intereses comunes. Vaya usted a saber...

Recuerdo que durante la ensoñación no me sentí seguro en aquella sala y que mi instinto me empujó a guardar la cartera y el móvil en el bolsillo trasero de mi pantalón, y a buscarle un protector apontoque a mi trasero contra la pared más próxima, por si acaso... Deduzco que mi inseguridad obedeció a un acto reflejo subconsciente, inducido por algún automatismo de mi cerebro reptiliano.

A las treinta y tres mil trescientas treinta y tres, cuando me desperté, recordaba nítidamente cómo, entre la ingente masa de sapiens de la Sala de Pactos y/o Pastos, los que tenían un perro que guiaba sus pasos eran perfectamente reconocibles, por su talante. Lamentablemente, la velocidad con la que salí de mi ensoñación me impidió averiguar a qué se debía que algunos individuos en la sala embistieran repetida y violentamente contra todo lo que se movía, y por qué otros, los más curiosos, durante toda mi ensoñación abrían y cerraban la boca en forma de morritos selfi, como los inocentes pececillos multicolores de las peceras.

Cosas veredes, Cid...