Sans-culottes y chalecos amarillos coinciden en poco. Es cierto que tanto en la Revolución francesa como ahora, la cólera de las clases populares urbanas y rurales se inició por el empobrecimiento ocasionado por la carestía de la vida -antes, de los cereales y el pan, hoy del combustible-, así como por el incremento imparable de los impuestos y la percepción de su injusticia. También, por la crisis económica -la agraria en la época revolucionaria y la del cambio de modelo energético, el impacto digital o las migraciones en la actualidad-. Pero, en todo lo demás, que es mucho, difieren bastante.

Los desarrapados revolucionarios contaban con una sólida impronta ideológica, cimentada en los enciclopedistas y la ilustración. Aunque el caldo de cultivo de aquellas históricas convulsiones fuera económico, detrás estaba un ansia de cambio de modelo, con una doctrina tan sólida que ha llegado a nuestros tiempos en Francia y en medio mundo.

Los chalecos amarillos, sin embargo, carecen de referencias políticas o intelectuales consistentes. Ahí se mezclan ciudadanos de todo tipo, como se puede advertir cuando te los cruzas por la calle. Al preguntar a sus portavoces por las ideas del movimiento, de inmediato apelan al precio del diésel, al abandono por el Elíseo de las provincias o a la presión fiscal que no grava a los ricos y asfixia a las clases medias. Ni el más mínimo elemento identificable en las categorías de pensamiento tradicionales, sino el foco puesto exclusivamente en cuestiones de orden práctico ligadas al día a día para amplios sectores de la población.

Tal vez este peculiar fenómeno de sustitución de las ideas por la gasolina guarde relación con la decadencia de la representación política, alejada de los problemas reales y ensimismada en sus cuitas internas o externas. La calculada ubicuidad y ausencia de principios en los nuevos agentes políticos puede estar generando situaciones como estas, que se sabe cómo empiezan, pero no cómo terminan. De hecho, el transversal y desideologizado líder francés triunfó precisamente a lomos de este postureo, que cambia a medida que avanzan los acontecimientos, como ha sucedido esta vez al dar marcha atrás a las medidas impopulares sobre la fiscalidad del carburante y acto seguido declarar como Júpiter redivivo que la soberanía reside en el pueblo, que no debe dejarse amedrentar por grupos de personas que la amenazan con manifestaciones por las calles.

Como se puede observar, abandonar el ámbito de las ideas y constituir un gobierno en exclusiva sobre cuestiones coyunturales, conduce a este estado de cosas. Ningún viento es bueno para quien no sabe a que puerto se encamina, escribe Séneca en una de sus cartas a Lucilio. Y esto parece estar sucediendo en Francia, en que pese a identificar los desafíos principales para la economía o las demás cuestiones sociales fundamentales, se opta por abordarlos sin prudencia ni criterio y encima con una pésima comunicación a la sociedad, generando con ello un malestar popular notable con perspectivas de convertirse en un severo problema.

Con todo, sospecho que Victor Hugo lo tendría complicado para crear nuevos protagonistas de los miserables con quienes salen a los bulevares parisinos cada sábado. De desarrapados tienen más bien poco.