Concluyó 2018 con la sentencia del Tribunal de Cuentas condenando a la ex alcaldesa de Madrid Ana Botella y a su equipo de gobierno por vender a bajo precio viviendas municipales a un fondo buitre. Es una gota de justicia en un océano de agua bendecida por las políticas neoliberales en las que lo público se subordina a lo privado y en las que en no pocas ocasiones el mercado está trufado.

Esto recuerda las políticas de desamortización del siglo XIX. Todas tenían un triple objetivo: acabar con el sistema de propiedad del Antiguo Régimen, hacer caja para pagar la deuda pública y sufragar los presupuestos y, por último, crear nuevos propietarios agrarios. Los bienes improductivos que se desamortizaban estaban formados por propiedades de la Iglesia, pero también por bienes comunales. Las dos primeras metas se cumplieron en gran parte, pero la última no, porque el canon a pagar en subasta por los cupos de bienes sólo estaba al alcance de los más poderosos, que vieron así incrementar a buen precio su patrimonio. Aunque la desamortización más conocida es la de Mendizábal, la más amplia y la que afectó más a los bienes comunales fue la de Madoz. El resultado socialmente fue nefasto, porque empobreció a los pueblos, privándoles de una fuente importante para su subsistencia a costa de engrosar las arcas del Estado y de los ya propietarios.

En los años ochenta del pasado siglo comenzó una desamortización de empresas públicas que en gran parte era necesaria, dado el intervencionismo económico de la economía franquista. Pero una cosa era deshacerse del lastre y otra vender empresas rentables y con actividad de servicio público. Comenzó Felipe González con afán recaudador y le siguió Aznar, que aceleró el proceso en nombre del neoliberalismo y del Estado mínimo. Así fueron cayendo con dudoso precio Telefónica, Endesa, Tabacalera, Repsol, Gas Natural, Argentaria, Iberia, que de monopolio público pasaron a ser oligopolio privado. También se convirtieron en las puertas giratorias de acceso a sus consejos de administración de los ex altos cargos de los grandes partidos. La gratitud ante todo.

La desamortización no concluyó con Aznar. Rajoy la reanudó con lo poco que quedaba. Privatizó parcialmente Aena por debajo de su coste, y en marcha dejó las de Renfe, Lotería Nacional y Apuestas del Estado y Paradores nacionales.

En el ámbito municipal la política desamortizadora se llevó a su extremo. Con el argumento de que los ayuntamientos no saben administrar y de que la indolencia es consustancial con el funcionariado, se privatizaron servicios públicos esenciales. A los estatales de la luz, el gas y el teléfono se unieron ahora el agua, la limpieza pública, el transporte urbano e incluso la policía y la recaudación de tasas y tributos.

También las infraestructuras como el parque de viviendas sociales objeto de aquella sentencia del Tribunal de Cuentas.

Puede que los servicios estén mejor gestionados, aunque el resultado es muy desigual, pero lo que es cierto es que su privatización ha sido una importante fuente de corrupción y de malversación de bienes públicos, los servicios son mucho más caros, los derechos de los usuarios están infra protegidos y los trabajadores de esos servicios sufren condiciones de precariedad laboral.

El problema de estas desamortizaciones no es sólo el daño económico causado a las arcas públicas, sino también al sistema democrático, porque la representación ya no se ve a ojos de los ciudadanos como un servicio público, sino como una vía de acceso al reparto de lo público.

*Francisco J. Bastida es catedrático de Derecho constitucional