Elijo, luego existo. Desde la propia cuna ya paladeamos y aceptamos con mayor o menor desgana el sabor del yogur que, de manera obligada, nos dirigen a cucharadas hacia nuestra boca infantil. Optamos entre Superman o Batman y nos decantamos por las Ciencias o por las Letras, así como por la pasta o el arroz, la carne o el pescado. Miles de detalles de lo cotidiano acontecen con fundamento en una elección propia, sea trascendental o irrisoria, consciente o inconsciente, con consecuencias o sin ellas. Más adelante, conforme los años nos van curtiendo con la vara de la experiencia, comenzamos a darnos cuenta de la distinción entre elección y adhesión. La elección entre una opción u otra precisa de un proceso mental hilvanado a través de los engranajes de la razón. La adhesión, por el contrario, suele ser instintiva, afectiva, pasión y tendencia en mayor o menor medida, y no hay que justificarla. Verbigracia, no precisa explicación la causa de que nos guste más el helado de fresa que el de nata, como tampoco hay que dar cuenta de los motivos que te llevan a ser del Rayo Vallecano o del Betis, todo es adhesión, todo es pulsión. Diferente mecanismo debiera de aflorar cuando, por ejemplo, optamos por la profesión o por una carrera profesional entre otras tantas. Uno no se debe sólo a sus instintos. En ocasiones, es más que conveniente, además, calibrar las opciones con fundamento en el particular contexto, las propias fuerzas o las eventuales posibilidades de futuro. El problema, por tanto, de esta dualidad optativa radica en adherirse de manera fanática a opciones que, habida cuenta de su importancia, bien debieran pasar por la criba de la razón y no por los criterios e inercias decisorias que nos llevan a elegir, por ejemplo, entre un color u otro. La política, tristemente, se ha convertido en una liga de fútbol. La crispación social, avistada no sólo en los medios sino también en las calles y plazas, nos llama a darnos cuenta de que la ideología ya no pasa tanto por la razón como por la adhesión. Se llega a votar con el mismo fanatismo con el que uno se suma a una peña, esto es, por simpatía o por inercia familiar o contextual. ¿No cabría, sin embargo y por el contrario, retomar esa sana costumbre de leer, por ejemplo, los programas de los partidos políticos? ¿No sería un sano ejercicio de madurez democrática el volver a las preguntas esenciales? ¿Sería de locos, pregunto, retomar los conceptos de fraternidad y bien común? Bien es cierto que el miedo, la discordia, las pugnas de la historia y el recelo nos llaman precisamente a todo lo contrario pero, en cuanto uno se sienta y se examina frente al espejo, se da cuenta de que los valores universales no sólo no han de temerse sino de que, además, hay que abogar por ellos. ¿Qué presidente, hoy por hoy, apela a la fraternidad entre toda nación y cultura? ¿Quién acepta con respeto las ideas que difieren haciendo prevalecer el respeto por el otro? ¿Qué jefe de estado propugna que la variedad entre etnias no ha de trabajarse de manera fronteriza sino como una riqueza de la humanidad? ¿Qué caudillo o pastor recuerda a los pueblos que sufren las colonizaciones ideológicas, culturales y económicas viendo lacerada su libertad a causa del hambre y la falta de medios educativos y sanitarios? ¿Qué político sigue hablando, con vistas al año nuevo, del hambre, de la guerra, de la martirizada Siria, de la más que olvidada África, de la península Coreana, de Yemen, de la desgarrada Venezuela, de la división en Nicaragua y de la necesaria protección a todos y cada uno de los niños de la Tierra, nuestros pequeños, así como a toda persona frágil, indefensa y descartada? ¿Qué político mantiene como prioritario este discurso racional pero que, al mismo tiempo, parte de las propias entrañas? Tan sólo uno. El papa Francisco. En su mensaje Urbi et Orbi para la Navidad de 2018. Rompan prejuicios y barreras mentales, fijen metas dignas y humanicen sus postulados políticos. Y ello porque, a última hora, en caso de error, siempre será más loable equivocarse en el equipo de los desarraigados que estando en el bando de estructuras sin espíritu humanitario alguno.