Cada época tiene una manera de expresar sus sueños y afrontar sus pesadillas. Si en otros tiempos hubo ninfas, duendes, unicornios y dragones, nuestra sociedad tecnoindustrial produce criaturas más o menos fantásticas acordes al mundo metálico y urbano que nos caracteriza. Superhéroes y supervillanos, alienígenas y robots son quienes mejor encarnan a principios del siglo XXI eso que se llama el inconsciente colectivo.

Los robots representan perfectamente nuestra relación de miedo/atracción con la tecnología. Por un lado, nos asusta la posibilidad no solo de que se rebelen, sino de que además nos acaben esclavizando o exterminando, tal y como sucede en distopías como Matrix o en la saga de Terminator. Por otro lado, pensamos que nos pueden hacer la vida mucho más cómoda y que pueden incluso ser unos excelentes compañeros de aventuras: El gigante de hierro y los relatos robóticos de Isaac Asimov son un buen ejemplo de esto. La ambivalencia de los robots como seres implacables o amigables es, desde luego, fructífera. Y en esta corriente creativa es donde nos encontramos con los robots con alma de Juan Peña.

La historia de estos cacharros entrañables tiene su origen en los palés desechados del puerto de Málaga, donde Juan trabaja de guardamuelles. Se fijó en que con dos tarugos de madera de los palés podía componer el cuerpo y la cabeza de un robot: ponerles piernas, brazos y ojos era cuestión de encontrar otros objetos que, al igual que les pasaba a los palés, ya no resultaran útiles. Ayudó mucho que por 2012 Isabel, la esposa de Juan, abriera en Galerías Goya Living Lluch, una tienda de objetos vintage. También investiga en los rastros o cuando le llega noticia de una casa que va a ser reamueblada. De este modo, la pasión por reciclar y darles una función estética a objetos y artefactos en desuso hace de los robots con alma que crea Juan Peña unos seres de cercanía y nostalgia, que conmueven y hacen pensar. Es interesante la propuesta de Juan Peña porque, además del goce estético que supone contemplar su obra, te hace reflexionar sobre la tecnología y la rapidez de los tiempos, cómo algo que hace diez años era imprescindible y novedoso se convierte con celeridad en algo sin valor que tiramos sin prestarle la más mínima atención; sin embargo, cuántas posibilidades hay en mirar los objetos de otro modo para que recuperen a través del arte su alma, aquella que siempre tuvieron y nunca les quisimos conceder mientras nos ofrecían la utilidad para la que fueron concebidos. Y si bien es verdad que los robots son la traslación moderna del Golem, la criatura hecha de barro sin más voluntad ni inteligencia que las órdenes que recibe, los robots con alma de Juan Peña se amotinan y nos piden que nos unamos a su revolución, que al menos pensemos que esta locura infinita de consumir y tirar, sin detenernos un momento siquiera, produce unos vertederos gigantescos, una contaminación brutal y un desgaste de los recursos que será lo que les dejemos de herencia a las siguientes generaciones.

Pueden estar hechos de latas de atún, molinillos de café, transformadores, llaves inglesas, ruedas de maquinaria, grapadoras o embudos: la combinación sorprendente que arma Juan Peña en cada una de sus creaciones es irónica y cómplice. Son robots masculinos o femeninos, que suelen tener aspecto humano y se llaman Telesforo, Manolillo o Hildegarda, aunque también hay animales, como la gata Chari o el perro McGuau. Porque Juan les pone nombres para que tengan personalidad propia y la gente que los compre los cuide y los mime. Y estos robots han salido viajeros, pues además de los que viven en Málaga, los hay que pasean su mirada de metal por Australia, Alemania o Estados Unidos.

Juan Peña, que es persona inquieta, presenta del 11 de enero al 7 de febrero en La Polivalente la exposición titulada El viaje, en la que le da una vuelta a su concepto de reciclaje robótico y nos ofrece composiciones de objetos enmarcadas en cajones o maletas. Tanto este concepto como sus robots cumplen la función esencial del arte: conmover y hacernos reflexionar.

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