Quienquiera que dijese que el saber no ocupa lugar poseía un acerado sentido del humor. Todo el que haya experimentado una mudanza puede constatar el porcentaje inesperadamente alto del volumen trasladado que estaba constituido por libros. Por eso, a la vista de la superficie menguante que poseen las viviendas actuales, se comprende el éxito de las recetas para ordenar el hogar de la japonesa Marie Kondo; entre ellas consta la prohibición de poseer más de 30 libros en casa. Sí, 30 en términos absolutos, para los que se pregunten si tal cifra no será per cápita en aquellas familias integradas por varios miembros. Quienes consideran que una cifra menor de tres ceros constituye un páramo intelectual se vuelven ojipláticos: pero Marie, ¿se incluyen los cuentos infantiles? ¿qué hay de los manuales profesionales? Treinta como máximo, el sudor comienza a manar copiosamente en la frente del bibliófilo. El criterio de Kondo es taxativo, salvar únicamente aquellos títulos que nos proporcionen placer.

Empecemos cuanto antes, todo sea en aras del orden doméstico. La mirada se posa en uno de los anaqueles centrales: un Quijote con letras doradas en el lomo que alberga una dedicatoria de alguien que ya no está entre nosotros. No, intocable. Junto a él, Melville, Homero, Mann, Dostoievski, Goethe, London. Recuerdos de lecturas pasadas y promesas de relecturas futuras. Intocables. Pues ya nos hemos pasado, misión imposible. Aunque la renuncia a la poda ya se ha producido, la mirada continúa en otro de los estantes: Lampedusa, Arendt, Camus. En los tiempos que corren hay que tener a mano muchos más que 30 libros para tener no la casa, sino la mente bien amueblada. Libros no de usar y tirar. Más literatura y menos youtubers; placer pero también lucidez.