Las mañanas de los festivos me gusta consagrarlas al noble arte de los fogones. Me relaja. Adoro ese vaho de olores y sabores que se elevan mientras los distintos elementos del sofrito se fusionan en la irremediable danza de verduras provocada por la vitrocerámica. En esos momentos, me siento mejor que en el Tíbet, mejor que en brazos. Mientras tanto, mis hijos se entretienen con los regalos de los Reyes Magos en perfecta armonía. Todo es paz y concordia hasta que mi mujer irrumpe en la cocina, justo cuando servidor acababa de incorporar los espárragos. Veo tres cochecitos del Tiger en sus manos y me dice que el chico quiere jugar con ellos pero que necesita desencajarlos de los dos tornillitos que los sujetan a su respectiva plataforma de plástico. No había otro momento, vaya. Suspiro, afable. Miro a mi mujer con ternura, me hago cargo, y cojo el primero de los juguetes con benevolencia, sobrado. Como diciendo: «Aquí está el tío». El coche de marras yace inmovilizado sobre una plataforma negra en la que queda atornillado sobre otra más pequeña de plástico transparente. Y digo yo que demasiada parafernalia y seguridad para unos cochecitos de época que no tienen más divertimento que el ser relativamente monos. Ni edición de coleccionista ni alta gama de la juguetería ni nada de nada. Tres cochecitos sencillos, comunes, pero protegidos en su embalaje como si de la primera joya de la corona se tratara. Huelo a quemado. Alerta. Cambio de registro. Paso de mi mujer y muevo los espárragos con una cuchara de madera. El espárrago quemado canta más de lo conveniente. Me trago un suspiro lastimoso, pues el guiso es tan perfecto como lo sea el sofrito. «Aún lo puedo salvar», me digo. Vierto una copa de vino blanco sobre la sartén para darme tiempo mientras la trama rompe a hervir. Me doy la vuelta, mi mujer sigue allí, mirándome. Le digo que me traiga, por favor, la caja de las herramientas. Mi casa, la verdad, no es muy de manitas. Tenemos herramientas por cumplir. Una cajita sencilla que, seguramente, nos tocó en alguna rifa porque, si yo pienso en mí, no me imagino nunca comprando herramientas. Huelo los vapores del vino. Mientras mi mujer regresa, intento forzar la plataforma a un lado y a otro sin éxito. La madre que parió al Tiger, o a la distribuidora. Aquello está apretado como si de la decimotercera prueba de Hércules se tratara, con furia etrusca. Voy probando mientras con un cuchillo de sierra de los de cortar carne, que tienen punta fina. Aprieto para romper el plástico y llegar al tornillo, el filo resbala y me corto. Comienzo a sangrar como un marrano. Refiero a mis ancestros. Voy al cuarto de baño, me lavo las manos y me aprieto el dedo con papel de cocina. Cuando regreso, mi mujer me espera con los destornilladores, mira mi dedo pero guarda silencio. Mi cara lo expresa todo. Cojo el mango del destornillador. «Pásame la punta de estrella», le digo. Es lo único que sé decir sobre destornilladores, lo único que digo siempre para que parezca que uno entiende. Pero aquello no cabe en la hendidura, no llega al tornillo. Llamo a mi hijo mayor para que vaya al bazar oriental y compre un destornillador pequeñito. La última vez que le dije «ve al chino» me tachó de racista y xenófobo, en mi casa se dice bazar oriental. El dedo sigue sangrando. Aprovecho la pausa para desinfectarlo en condiciones, tirita y demás. El niño retorna con su herramienta de Lilliput. Lo intento de nuevo, pero el tornillo está duro como mi corazón. Mis deditos, los de estas manos que no han labrado la tierra y que fueron concebidas para el arte, no tienen fuerza para salvar aquel engranaje de mala leche. Mi mujer aporta unos alicates para propiciar más presión y fuerza en el giro. Y es así, bajo la presencia de dos adultos y dos herramientas, como conseguimos liberar los vehículos y entregárselos felizmente a mi hijo, a quien beso con amor. Mi mujer me besa a mí. Yo sonrío, suspiro, y procuro llenarme de paz. Acto seguido, tiro el sofrito quemado y encargo un pollo asado por teléfono. Las cosas de los festivos. Las cosas del Tiger.