El otro día vi un cargo. Estaba ahí, tirado en la calle. Sin ocupar. No digo que triste pero sí más solo que un bañista en enero. Miré a un lado y miré a otro. Es lo que suelo hacer en momentos de perplejidad. Pero lo único que consigo es alcanzar una perplejidad mayor y no ampliar horizontes, que sería lo suyo. Miré por si veía a su dueño. O por si veía a alguien. Nadie. Nadie cerca. El cargo estaba casi nuevo. No era un supercargo ni un cargazo pero tampoco era un carguito, aunque veces este diminutivo es en realidad aumentativo.

Me agaché a mirarlo. Podría ocuparse en cualquier momento. Pero no sabía qué hacer. La verdad es que siempre he sido timorato para estas cosas. Cualquier otro lo hubiera visto y lo hubiera ocupado enseguida. La gente es que ve un cargo y se lo queda. O se postula. Y luego si no le gusta se va. Yo no me atrevo. Una vez me atreví y luego me dio pena dejarlo. Le había cogido cariño, lo sacaba a pasear, lo mandé imprimir en una tarjeta, me hacía compañía, me lo llevaba de viaje. Un cargo da mucha compañía. Sí, sí, también da trabajo y preocupaciones, pero te adaptas a él y es como una chaqueta que te gusta y te queda bien, que te da pena tirarla o arrumbarla.

El caso es que el cargo me miraba. Un observador objetivo diría incluso que me miraba con cariño. Tampoco era plan de fiarse. Una vez un cargo le mordió a un amigo mío. Yo no sé por qué escribo amigo mío si con amigo basta. El mío sobra. Le mordió en una pierna. Mi amigo es de natural ambicioso y decidido y se fue directo a por un cargo con tan mala suerte de que estaba ocupado. A él no le importó. Lo adoptó. Lo ocupó. Pero el cargo le pegó un mordisco de no te menees. Literalmente, dado que mi amigo estuvo tres días inmovilizado a causa de la dentellada. Y el cargo riéndose. Y encima se fue con otro. Los cargos a veces te dejan, son infieles. La vida es así, supongo. Por eso a veces es mejor llevar una vida sin cargo, o sea, descargada. Y esto no es una moraleja, tal vez es un derrotismo. Un derrotismo ilustrado. O sin ilustrar.

Decía que me agaché a mirarlo. Le pregunté que si necesitaba algo, me daba penilla. Algo no, alguien, me contestó el cargo, que al moverse le dio un poco el sol y la realidad. Y entonces me pareció algo mayor de lo que intuí en la primera impresión. Algo más deteriorado. No te preocupes, me dijo. Entiendo que no quieras ocuparme. No eres tú, soy yo. La gente sabe que no soy para mucho tiempo. No pasa nada. Le di agua. No sé por qué. Quiero decir que no sé por qué llevaba un botellín de agua. Dio un trago y me lo agradeció. No te va a faltar compañía, le dije. Nos despedimos. Pero me lanzó una despedida inquietante: nos volveremos a ver.