El intelectual francés Pierre Manent ha recomendado en alguna ocasión leer los meandros de nuestra época a la luz de dos figuras contrapuestas de la Antigüedad clásica: Catón el Joven y Julio César. Catón representaba hasta el extremo las virtudes del mundo republicano: el honor y la austeridad, la fortaleza y el respeto a las instituciones y las leyes. El fracaso de Catón -terminó su vida arrojándose sobre su propia espada- simboliza la caída del mundo antiguo, que era también el de una polis que trataba a sus pocos ciudadanos como adultos. «El republicanismo en la tradición europea

-escribe Manent- no consiste simplemente en la elección de un régimen político distinto a la monarquía, sino en la asunción de aquél que subraya la integridad y la independencia de los ciudadanos». Su antagonista, Julio César, reflejaba en cambio la imposición del poder puro, como Shakespeare acertó a comprender. Otra cuestión es si se trataba o no del hombre necesario para salvar una crisis que amenazaba con hundir la ciudad. La importancia de César se mide por su divinización inmediata y por la Pax romana que garantizó su sucesor, Augusto, y que se extendió durante siglos. Los historiadores, sin embargo, nos han dejado un retrato de Julio César muy alejado del mito: a medio camino entre el arribista ambicioso, el demagogo, el genio militar y el hombre de letras. El propio Shakespeare no pudo ocultar su simpatía por Bruto, uno de sus asesinos. Y, en cierto modo, esta imagen ambigua y compleja es la que ha perdurado en la imaginación europea.

La pugna entre Catón y César constituye una constante en la Historia. ¿Qué sucede cuando un buen régimen político como la democracia empieza a mostrar fallos en apariencia sistémicos debido a cambios ideológicos, económicos o sociales? O, peor aún, ¿debido a las medias verdades y falsas acusaciones de sus adversarios? ¿Qué sucede cuando la guerra cultural abre trincheras que dinamitan los principios de la ciudadanía común y una crisis de legitimidad daña seriamente la confianza en el modelo representativo de la política? ¿Sería posible, en ese caso, recuperar las virtudes antiguas que defendía Catón o sólo se logrará la paz con el mando de un hombre fuerte que adule a las masas? No son preguntas retóricas, porque también el Imperio romano ocultaba su poder bajo el nombre de las antiguas instituciones republicanas que fingía conservar.

Los demagogos actuales responden a un patrón falsamente democrático. Dicen representar al pueblo auténtico frente a las elites corruptas. Prometen separar la cizaña del trigo, sin que parezcan importarles mucho ni las leyes ni las instituciones. Hablan de diálogo, pero su discurso es profundamente divisivo y antipluralista. Aseguran respetar la libertad, pero pretenden cambiar de forma abrupta las creencias, los sentimientos y las emociones de una inmensa parte de la sociedad. Crean problemas

-como el brexit- para los que carecen de solución. Y, sin embargo, apelan también a millones de votantes, explotando sus miedos y sus angustias, su rencor y su resentimiento.

Por supuesto, algo en nuestra época recuerda la lucha entre Catón y César, entre las virtudes que hicieron posible la república y las que la coartaron. Y es una partida que se juega en la vida pública a diario, pero también en la privada, con cada una de nuestras actitudes y decisiones. Y nada ni nadie garantiza que vaya a ganar la democracia. Ésta es la inquietante cuestión que recorre la obra de Pierre Manent y que constituye la cuestión de nuestro tiempo. Como lo fue ya hace más de dos mil años.