Si ya llegué tarde a la fiesta de Facebook, con Instagram tengo la sensación de estar sobrio en un jolgorio donde los demás hace tiempo que están borrachos. Si Twitter es una competición de dardos donde apuntamos al que nos cae mal y Facebook un escaparate en el que vendemos lo mejor de nosotros, Instagram potencia ambos aspectos. La importancia de la imagen deja al texto en un lugar secundario, sirve solo para expresiones de admiración o de odio, y resulta complicado encontrar un término medio. Es increíble observar cómo una actriz o una cantante sube una foto en plan «qué guay estoy de relax» y recibe miles —sí, miles— de comentarios de personas que le dicen que ha engordado o que está horrorosa, añadiendo que cómo se le ocurre posar sin maquillaje o que deje de comer pizzas. Y uno mira los comentarios y mira la foto y no entiende nada. O quizás lo entiende todo. Pero dejemos el mundo de las celebridades y vayamos a nuestra querida Malagram, esa ciudad enorme tamaño bolsillo, tan flotante como invisible. Lo primero que ves al llegar es que cualquier persona que hayas conocido de algún modo remoto por internet o que te haya enviado un solo correo es potencial amigo tuyo. Te sientes entre dichoso por ser tan popular y algo mosca, porque te reconocen con el mayor de los descaros que lo saben todo de ti y que tu intimidad es algo a lo que has renunciado hace miles de días; pero ese enfadillo se va pronto, porque Malagram tiene muchos botoncitos y cosas que hacer y no para de enviarte señales para activarte y que dejes de pensar, como hacían las máquinas tragaperras de hace unos años. Si es que las cosas no han cambiado tanto, solo que pesan menos. O quizás pesan más.

Vale, empiezas a seguir a quienes te siguen —aun antes de entrar a usarlo ya tienes seguidores, estrategia diabólica— y comienzas a ver fotos. Y vídeos. Como es usual, en la inmensa mayoría de las fotografías vemos un mundo feliz, lo que tiene bastante lógica: casi nadie comparte en las redes sociales (o sea, eternas) momentos malos como que te acaban de extraer una muela o que te han despedido del trabajo. Por un lado, aún conservamos cierta vergüenza de compartir nuestro lado oscuro, y por otro, sabemos que cuando ligamos con alguien o echamos un currículum lo primero que se hace es mirar las redes sociales. Y tenemos que parecer aseados, viajados y capaces de contar chistes con mucha gracia.

Luego están ya las tipologías habituales en estos casos, que vienen a ser una evolución de lo que se ve en las redes más antiguas. Los fetichistas de la comida cotidiana, que suben desde el pitufo o la torta Ramos del desayuno hasta las lentejas del tupper de la mamá, son quienes me caen mejor. El barrionautismo (ya desarrollaré este concepto en un próximo artículo) me fascina. Quienes muestran calles normales, pintadas ingeniosas o la luna entre dos bloques de pisos me llegan al corazón: si para algo debería servir Malagram es para fijar y conservar esos espacios que, sin relumbrar ni destacar, son por los que transitamos todos los días, y para mí esas instantáneas tienen mucho más valor que la de la habitación de un hotel eco-trendy en las islas Mauricio. Porque mira que son una lata las aplicaciones estas, pero están acumulando sin saberlo la forma de vivir y de estar de miles de personas. Y este detalle que para los desarrolladores será un efecto colateral inofensivo a mí me resulta su mayor logro. Y acabo mi artículo con otro grupo de malagramers por quienes siento love and devotion: los librómanos. Me encanta sumergirme en sus perfiles y ver las novedades, lo que leen o lo que jamás leerían. No digo que no haya cierta vanidad y ganas de epatar al personal con lo que se leen, pero oye, ojalá la gente se dedicara a presumir de eso. Para mí hacen una labor fenomenal, pues así suelo estar al tanto de un modo democrático y directo de lo que se cuece en el mercado editorial. Luego, si me interesa el libro, me pongo a buscarlo en internet. Y sí, en cuanto lo localizo, me salgo de Malagram y me voy al mundo exterior, a comprarlo en una librería. Sobre todo para, dentro de unos años, no quejarme en las redes sociales de que ha cerrado y oh, qué lástima. Así que, por favor, no me deis un like y haced un buy en vuestra librería más cercana. Gracias.