Hugo Chávez Frías jamás hubiera llegado al poder sin el golpe de Estado que encabezó en febrero de 1992 para derrocar al Gobierno democráticamente elegido de Carlos Andrés Pérez. Sí, ganó las elecciones legal y legítimamente siete años después, pero esa asonada -que se saldó con decenas de muertos y cientos de heridos- fue crucial para proyectar su figura de salvador de la patria en todo el territorio nacional. Demostrando ya su astuta inteligencia, Chávez fijó como una de sus condiciones para la rendición poder dirigirse al país por televisión «solo dos minutos». Fue más que suficiente. Desde ese momento la insurgencia contra una república estrangulada por una crisis económica estructural y hundida en una corrupción endémica tuvo un rostro y una voz: la de teniente coronel Hugo Chávez quien, durante sus años de apostolado, adjuraba del comunismo, visitaba en Madrid a Pérez Jiménez o admitía que Cuba era una dictadura ciertamente lamentable, entre otras muchas sombras chinescas. Aunque lo más chino -como ya se sabe-vino después.

A los pocos minutos de que Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional, decidiera anunciar que asumía la presidencia transitoria de Venezuela, ya la izquierda casposa había gritado que se estaba produciendo un golpe de Estado contra el régimen chavista, cuyo fundador, líder e icono sempiterno fue un militar golpista. En fin. El siglo XIX español está lleno de militares liberales o liberalotes que sacudieron con golpes frecuentes al Estado para conseguir una constitución decente y un gobierno más o menos soportable. Al parecer depende que los impulsores o propósitos de los golpistas para aceptar o no un golpe de Estado como siempre intranquilizador animal de compañía. En todo caso aquí y ahora da lo mismo, porque en Venezuela no se ha producido ningún golpe de Estado. Habrá que intentar despertar de sus pendejadas a garzones y monederos. Guaidó y los diputados de la Asamblea Nacional -no reconocida por el Gobierno en 2017 a causa del pecado antirrevolucionario de haber sido ganada por la oposición- no tienen con qué dar ningún golpe de Estado. Absolutamente nada. El Gobierno federal es de Maduro. La inmensa mayoría de los gobiernos estatales son de Maduro, así como los gobiernos municipales. Las Fuerzas Armadas apoyan inequívocamente a Maduro, al igual que los cuerpos de Seguridad del Estado, incluida la cada vez más brutal policía política, el Sabid. A casi las dos terceras partes de los jueces -sin excluir al Tribunal Supremo- le han puesto las togas el Ejecutivo. El Comité Electoral Nacional está presidido por una chavista. ¿Cuáles son los instrumentos por los que Guaidó puede pulverizar las instituciones e instrumentos públicos cooptados por el chavismo, que en un proceso de quince años ha fundido en una unidad -tan imperfecta como criminal- partido, fuerzas armadas y poder político?

La acción emprendida por Guaidó -un joven ingeniero que se está jugando la libertad y quizás la vida - es precisamente uno de los últimos movimientos para forzar una negociación con el madurismo, con el apoyo de potencias extranjeras y la expresión de un hartazgo encolerizado en las calles y plazas de Caracas y otras ciudades. Al parecer varios miembros de la asamblea, en contactos con jefes militares, habían comunicado que podría negociarse una amnistía por los delitos cometidos desde 1999 hasta el presente. Y de eso se trata precisamente. De llegar a un consenso básico para no naufragar en un régimen de hambre, terror y putrefacción interminable o en una guerra civil entre facciones de un chavismo que ya apenas es la máscara de una oligarquía que han transformado su patria en su negocio y su ideología es una religión que todo el mundo debe suscribir, salvo ellos. En Venezuela, actualmente, el Estado -chavismo sublimado- es criminal y criminógeno. Golpearlo resulta un deber moral. Con argumentos, con discursos, con votos, con propuestas desde la Asamblea Nacional como un presidente de transición. Pero el tiempo de la política se acaba y en el horizonte puede llegar una marea de sangre humeante en cualquier momento.