Claro, es evidente que hay un algo atávico en el deporte, ese que lo asemeja a la guerra, a la lucha de la tribu contra la tribu de otro lado del río o del bosque (esos mastuerzos), y por esa razón queremos siempre que ganen los de nuestro equipo, nuestros deportistas, nuestros guerreros, y si lo hacen los elevamos a la categoría de héroes del mismo modo que en aquellas hogueras del paleolítico quienes ganaban la batalla pronto ascendían a mitos y, finalmente, se transformaban en dioses. Es el atractivo del ganador, del que vence al rival porque es más fuerte, más rápido, más astuto.

No estoy muy seguro del dato y, como hubiera dicho Umbral, no voy a levantarme ahora para mirarlo, pero tal vez fuese la Casa Real la que en la España contemporánea abrió la puerta a un héroe deportivo para que hiciera bonito en la foto de grupo. Tuvimos así en Iñaki Urdangarin, hasta su caída en desgracia, a una gloria deportiva transformada en yerno perfecto y muy presentable. Luego ya vino más gente a los diferentes partidos, como Theresa Zabell, Tomás Reñones, Marta Domínguez, Fermín Cacho, Abel Antón, y ahora más recientemente Ruth Beitia, Javier Imbroda y Pepu Hernández, que están llenando candidaturas y hasta consejerías autonómicas.

Política de cartel. Nadie tiene la más mínima idea de si estos deportistas, que llegan con el deslumbramiento de sus medallas al cuello, son buenos o malos gestores, de si tendrán o no la capacidad de resolver problemas, pactar con contrincantes, desfacer entuertos, pero quizás eso sea lo de menos cuando de ganar se trata. Una cara conocida, un rostro asimilable a la épica de la victoria puede tener un importante tirón electoral, que al cabo es lo que cuenta. De todas formas, tampoco hay constancia ni aproximación estadística que nos haga sospechar que vayan a ser peores que otros que llegan con el aval del máster y la parafernalia de una infancia rematada en las juventudes del partido.

No obstante, me preocupa ese juego en torno a la popularidad de los candidatos, a que sea ese su único mérito. Si elegimos a personas del deporte por ser populares, nada más que por eso, emprendemos un camino complicado, porque yendo en línea recta llegaríamos a terrenos más procelosos, algo en lo que los españoles tenemos no sé si mucha experiencia pero sin duda una animosa afición. Hay que tener cuidado con las popularidades, porque ya cometimos alguna vez el error de llevar al poder a gente muy famosa solo porque eran eso, famosos, y luego tuvimos que desmontar el gilismo a base de policía y juzgados.