La literatura aspira a ser, ante todo, sincera. De nada sirve crear mundos o fantasías si no nos explican o nos interrogan sobre lo que somos o queremos ser. Porque condición inexcusable de la literatura es hacerse preguntas para que busquemos respuestas o elaboremos nuestras propias preguntas, para explicarnos, confundirnos o replantearnos los esquemas que tenemos aprendidos.

También lo literario es sinónimo de juego, de imaginación. Es pasar las horas escribiendo o leyendo, en compañía de uno mismo. Quien escribe lo sabe, quien lee lo sabe aún mejor. Y una buena forma de reafirmarnos en nuestros desequilibrios, en las devociones y en la imaginación es leer en un bar, revolviendo el tiempo con el café, como aconsejaba Nacha Pop en su canción Una décima de segundo.

Una vez le preguntaron a Julio Cortázar que era para él un cuento. El escritor respondió: «Un cuento es como una esfera; es algo que tiene un ciclo perfecto e implacable; algo que empieza y termina satisfactoriamente como la esfera, en la que ninguna molécula puede estar fuera de sus límites precisos». Y así es también leer en una cafetería, donde al sumergirnos en la lectura generamos un campo de fuerza invisible que nos aísla y a la vez nos conecta con el exterior, con ese universo vivo y cambiante que hace de un bar un espacio singular donde nos damos cuenta de que la vida son también momentos felices.

Los buenos libros ambicionan la esfera, luchan página a página, molécula a molécula -diríase que átomo a átomo- por ser redondos, donde nada esté de más. Son palabras con vocación de estilo y sin embargo resueltas con aire despreocupado y en busca siempre -y esta es una de las grandes verdades de un libro- de la complicidad de quien los lee. Porque un buen libro no deja nada al azar -bueno, quizás a más de uno de sus personajes sí- y sitúa una clave oculta en sus páginas que descubre quien las lee, o mejor dicho, cree descubrirla, pues varias pueden ser las interpretaciones; y así, bajo la aparente cotidianeidad de las historias, en atmósferas bien compuestas, se revela en los textos lo imprevisible, el giro que sorprende, la mirada que dice y la palabra que calla: en definitiva, lo que viene a ser una espléndida colección de momentos.

«En la inquietud y en el esfuerzo de escribir, lo que sostiene es la certeza de que en la página queda algo de no dicho», dijo el escritor italiano Cesare Pavese. Podríamos complementar esta frase diciendo que en la quietud y la facilidad de leer hay una mirada certera, e insistimos una vez más, sobre todo cómplice, sobre el mundo que nos rodea, sobre el cúmulo de paradojas y contradicciones que anidan en nuestra mente. Quien escribe y quien lee conspiran para dejar constancia del devenir humano, con las rarezas y sinsentidos que acarrea la profesión de existir. Los personajes y sus vivencias transmiten tanto lo que dicen o les pasa como lo que callan o les deja de pasar: son personajes creíbles e historias increíbles; son la vida misma.

Es hermoso compartir estos momentos con los demás, hacerlos partícipes de nuestro goce sin que sean conscientes de él, si acaso conforta pensar que es una imagen relajante ver a alguien sumido en la lectura y su café, ajeno y a la vez figura del decorado de los bares, que nos seduce y transmite paz, pero sin que parezca que lo hace. Porque la energía sin par que se establece entre un libro y la persona que lo lee es tan poderosa como apacible, como la sombra que regala un árbol centenario una tarde de verano. Y en esta sociedad de urgencias apresuradas y ritmo cabizbajo, bueno es levantar la vista y contemplar gente que lee, en un silencio ruidoso que grita sin voz uno de los placeres más sosegados del mundo.

Propongo una invasión desordenada de las cafeterías de Málaga, libro en mano. Desde primera hora de la mañana hasta el anochecer. Café en ristre y provistos de una novela, un cómic, un libro de relatos o poemas. No me leáis más y leed cualquier cosa que os guste: os aseguro que os vais a arrepentir. De no haberlo hecho antes, me refiero.